domingo, 9 de marzo de 2008

Colo Colo 73: El equipo terapéutico

Si hay algo que siempre proclamo a los cuatro vientos es mi pasión a veces extralimitada por el fútbol. Tampoco he escondido mi orgullo de ser colocolino desde que tengo uso de razón. No obstante, debo aclarar que mi intención de ver este documental, en estricto rigor, poco tenía que ver con el fútbol y con Colo Colo, pese a que ambos están involucrados en esta producción. Hace algunos años mientras estudiaba en la universidad, comencé a entusiasmarme por averiguar esas peculiares relaciones que siempre han existido entre la política y el balompié, pero que en Chile aún no se detectan como en otras latitudes. En Argentina, por ejemplo, más allá de la veneración y las altas cuotas de irracionalidad que genera, es una disciplina incorporada a los estudios en ciencias sociales. Sociólogos, antropólogos y periodistas se unen para explicar en términos mucho más aterrizados y exhaustivos por qué el deporte rey es capaz de aglutinar tantos feligreses en torno a una pelota o por qué se dice a veces que es la verdadera religión pagana de los pueblos.

“Sabor a victoria”, del periodista de Chilevisión Víctor Gómez (coautor de “Miguel: La humanidad de un mito”), se interna en los detalles del Colo Colo ’73, un equipo que marcó una época. Un equipo que con figuras rutilantes estuvo a un tris de ganar una inédita Copa Libertadores para el fútbol chileno. Un equipo que tenía todo para alzar el trofeo continental, pero que terminó siendo abiertamente perjudicado en los tramos finales y cuyos jugadores, pese a todo, quedaron con ese sabor, un sabor a victoria. Ese equipo que consiguió entregar un respiro, un alivio durante 90 minutos de fiesta y de jolgorio, en un país sobrepasado por el conflicto y la división, cuya historia concluyó súbitamente todos sabemos cómo.

Creo que de partida hay que decir que son escasos los trabajos periodísticos en Chile que abordan globalmente los nexos entre fútbol y política, fútbol y sociedad, fútbol e identidad. Por eso, este documental es ampliamente recomendable no sólo para los fanáticos de este deporte o los hinchas de Colo Colo, sino que para todo quien se interese en descubrir esa particular –y muchas veces tormentosa- utilización que ejerce el poder político sobre una actividad de profundo impacto social como es el fútbol.

El trabajo de Gómez, a mi modo de ver, cumple cabalmente con lo que se compromete, por más que tenga deficiencias en cuanto a la elección de las fuentes a consultar. El periodista visualiza ese arraigo popular que tiene Colo Colo, desde siempre identificado con ese señor que se levanta a las 5 de la mañana, con esa señora de manos curtidas que se mata por sacar adelante a sus hijos, con ese niño de cara sucia que aguarda desesperadamente un pedazo de pan. Ahí aparece Carlos Caszely, símbolo del Cacique de aquellos tiempos, contando la efervescencia que provocaba el equipo en la gente común y corriente, cómo llegaban al Estadio Nacional en micros atiborradas, con banderas, en patota, en familia, como antes, con la única esperanza de ver ganar al club de sus amores, volver satisfecho a casa y olvidar un poco el drama cotidiano de las colas y tantos traumas más.

“Sabor a victoria” tiene el mérito, como decía, de conjugar aunque por separado la campaña de Colo Colo durante esa Copa Libertadores y el potente significado que representó en una época tan convulsionada. Entre los entrevistados aparecen el mentado Caszely, Francisco “Chamaco" Valdés, Leonardo Véliz, Guillermo Páez, Mario Galindo, Adolfo Nef y Leonel Herrera, explicando las virtudes individuales y grupales que poseían los albos, sin duda, uno de los mejores planteles de la historia del balompié nacional. Pero además se repasan las inquietudes sociales que algunos miembros del club compartían en torno al proyecto de Salvador Allende, sus posturas a favor de la igualdad y la democracia y, sobre todo, una nítida conciencia sobre el momento que atravesaba Chile. De esta línea precisamente eran los “díscolos” Véliz y Caszely, futbolistas pero también hombres pensantes, no ajenos a las vicisitudes del día a día.

El documental revela que en general en el plantel no había claridad sobre lo que representaba Colo Colo en tiempos de crisis. Y ahí asiste uno de los puntos más acertados del trabajo de Gómez, para mi gusto, y que no es otra cosa que mostrar el grado de indiferencia y superficialidad que rodea al mundo del futbolista y que lo acompaña hasta el día de hoy. Personas que, salvo excepciones, no parecen conmoverse con su entorno, que viven exclusivamente del fútbol y para el fútbol, poco interesados y capacitados en esgrimir opiniones acerca de lo que pasa alrededor suyo. Un vicio y un estigma, sin dudas, que sigue persiguiendo a los jugadores y que cada día se encargan de engrandecer.

Poco hay que decir sobre el apoyo de las imágenes: simplemente notable. Según supe, fue un trabajo de hormiga hallar las tomas de las jugadas y los goles de Colo Colo ’73. Absoluto mérito de Víctor Gómez. Lo que queda un poco cojeando diría yo es indagar más a fondo en este supuesto uso político que hizo la Unidad Popular del cuadro del mítico “Zorro” Álamos, el mismo que acuñó la frase de la marraqueta que era más crujiente y del té que era más dulce cuando los albos ganaban. Una frase que casi con total seguridad es la síntesis del rol que le tocó cumplir a Colo Colo en esos instantes de tensión extrema.

Los mismos jugadores narran las invitaciones a La Moneda y la empatía que generó en muchos de ellos la figura de Allende. Pero no hay por ejemplo menciones ni entrevistas a ex personeros de la UP que validen una supuesta utilización política premeditada, como por ejemplo sí se puede demostrar para el Mundial de 1978 en Argentina, donde la dictadura de Videla y compañía creó específicamente una entidad para organizar el torneo y donde sólo a cuadras del Estadio Monumental de River Plate –en la ESMA- se violaban los derechos humanos salvajemente.

De todos modos, es innegable que durante el gobierno de Allende si bien aparentemente no había una estrategia planificada de aprovechamiento político dirigida al fútbol, sí le sirvió como bálsamo social, como un oasis en medio del desierto, como muro de contención en medio de la avalancha. Por eso algunos se atreven a sostener que Colo Colo 73 fue el equipo que retrasó el golpe militar. Una hipótesis que no aparece reforzada en el trabajo audiovisual, pues sólo se remite a rescatar testimonios, opiniones, de los jugadores involucrados, más la voz de connotados periodistas como Alberto “Gato” Gamboa. No he tenido el gusto de leer el libro de Luis Urrutia O’Nell y Juan Cristóbal Guarello donde se sustenta tal tesis. En un plazo cercano lo haré, pues al menos en el trabajo audiovisual no se especifica tan nítidamente.

Los pormenores sobre el posible arreglo de los partidos finales contra Independiente, los golazos de Caszely contra Unión Española y Emelec, el histórico triunfo en el legendario Maracaná ante Botafogo, la particular visión de juego del sabio “Zorro” Álamos y la excentricidad del paramédico Hernán “Chamullo” Ampuero, son parte de los hitos que contiene este sabroso documental. Pero más allá de eso, lo que verdaderamente importa es que, considerando ciertas limitaciones según mi humildísima opinión, hay periodistas en Chile que se atreven a extender la mirada mucho más allá de la cancha misma. Que poseen la lucidez suficiente para advertir que la mayoría de los encantos inherentes al fútbol están paradójicamente fuera de los límites del campo de juego.

sábado, 1 de marzo de 2008

Los 100 caminos de Atahualpa Yupanqui

“Y aunque me quiten la vida
o engrillen mi libertad,
y aunque chamusquen quizá
mi guitarra en los fogones,
han de vivir mis canciones
en l’alma de los demás”.

Don Atahualpa Yupanqui


Hay segundos, minutos y horas en que lo único que quieres es congelar el tiempo y dejarte llevar. Hace mucho dejé de creer en la eterna felicidad y a cambio me convertí en un fiel devoto de los instantes felices, idílicos, deslumbrantes, casi irreales, que por cierto trato de exprimirlos con la fuerza de un huracán. Y ahora los quiero recordar, un poco también para resistir la aparición de marzo y toda su maldad inherente de comerciales y útiles escolares varios.

Precisamente uno de esos momentos lo viví en el norte cordobés el pasado 30 de enero, cuando se celebró el centenario del más grande exponente argentino y tal vez latinoamericano de la canción folklórica: don Atahualpa Yupanqui. El mismo que a partir de su irrenunciable amor por la tierra supo descubrir las penurias de la gente más desposeída y plasmarlas en bellísimas melodías. El mismo que demostró que la escuela de la vida es la mayor fuente de aprendizaje y sabiduría.

Don Ata, como se llama respetuosamente a Héctor Roberto Chavero –su verdadero nombre- en Argentina, hubiese cumplido 100 años el 31 de enero, pero la vigilia se programó durante la noche del 30 en las faldas del Cerro Colorado, el mismo lugar donde él escogió vivir. Ahí cantaría Jairo en su honor, junto al bailarín Juan Saavedra y el guitarrista Juan Falú. O sea, era una verdadera fiesta, imperdible para los amantes de la obra de este “caminante que mucho ha caminado”.

De todo esto me enteré sólo unos pocos días antes de la velada. Mientras soporté la lluvia intermitente en el escenario principal de Cosquín el jueves 24, un chico argentino me comentó sobre la actividad, sobre Cerro Colorado y su entorno, y sobre la casa-museo que conserva los tesoros yupanquianos. Así que, cálculos por aquí, cálculos por allá, con unos mínimos sacrificios mediante, debo decir que me sentí un privilegiado cuando por primera vez pisé la tierra que don Ata asumió como su refugio irremplazable.

Durante la mañana, las callecitas del pueblito de Cerro Colorado anunciaban la fiesta: afiches con la figura de Yupanqui, preparativos de puestos artesanales, extractos de sus poemas y sus canciones colgados de los postes, incluyendo aquellos sublimes de esa monumental obra titulada “El payador perseguido”.

Mientras los organizadores ultimaban detalles para el gran espectáculo nocturno, opté por empaparme del entorno donde dejó huellas don Atahualpa. Así que junto a un amigo uruguayo y otro argentino que venían a lo mismo, subimos el mítico Cerro Colorado. Con algunas dificultades alcancé la cima –aunque lo peor fue la bajada- producto de mi paupérrimo estado físico, aunque como dice la canción, lo importante no es llegar primero, sino saber llegar. Y cumplí. Total, no era el primer cerro que había subido en Córdoba.

Resulta que este uruguayo conocía como la palma de su mano la vida y obra de don Atahualpa; vivía en Buenos Aires, era un difusor cultural de renombre que había compartido con importantes músicos de su país y tenía conocimiento acabado del mundo radial. En las caminatas entremedio de los mansos ríos y el sol resplandeciente de aquella mágica tarde, sentía que cada minuto me impregnaba un poco más del espíritu aventurero de don Héctor. Incluso mi nuevo amigo uruguayo sabía cómo el cantor quedó embrujado de Cerro Colorado hasta transformarlo en su aposento. La verdad, una historia fascinante, digna de difundir, muy cercana a la leyenda, pero que quedará para otra oportunidad.

La espera para ingresar al museo-casa fue eterna. A medida que se acercaba la hora de reapertura (es decir, las 4 de la tarde) cada vez más gente se apostaba en las afueras. Personas que no podían comprender por qué el museo, dada la ocasión excepcional de los 100 años, no tenía las puertas abiertas todo el día… Ojo, aspectos a corregir para el bicentenario de don Atahualpa.

Pero tanta espera valió absolutamente la pena una vez que pagué mi entrada. Fue algo así como ingresar en un túnel del tiempo del que no quieres escapar, los pasos de Atahualpa se sienten por los rincones de su casa; cartas, atuendos, instrumentos y esa clásica imagen de su gesto serio, atento y cabizbajo contemplando su inquieta guitarra. En el patio, pequeños bloques de piedra con frases que ya quisieran integrar un compilado de grandes citas de la humanidad. Ahí se llega a comprender por qué dedicó tanto tiempo a componer para su amado “cerro de piedras pintadas”. Claro, con ese río, con ese entorno natural, y con este telón de fondo que es el cerro, entendía perfectamente sus añoranzas por este terruño mientras alzaba el vuelo por todo el orbe.

Aquí fue cuando consolidé mi afición a los museos-casas y mi absoluto rechazo a los museos tradicionales, cuyas paredes parecen mucho más estáticas e inertes. Acá, en cambio, la historia realmente se palpa, se respira, se imagina qué hacía Atahualpa en tales instantes de su vida, cómo dormía, qué cantaba en sus pasajes tristes, cómo compartía con sus paisanos y su familia. El asunto es que pocas veces percibí tanto respeto por parte de los turistas hacia el lugar. Todos parecían interesados en involucrarse carnalmente con la obra de don Ata. Prueba de ello es el silencio reinante mientras la guía de turismo relataba los avatares de su vida, sus reflexiones siempre mordaces, sus años de persecución política por parte del peronismo, su breve afiliación y posterior renuncia al Partido Comunista que, por supuesto, le acarreó enemigos de todo tipo.

Y ahí, debajo de un roble, tal como él lo pidió, en el mismo patio de su morada, yacen las cenizas del “payador perseguido”, un hombre que supo extender la mirada mucho más allá del follaje de los árboles. Que tuvo la ocurrencia de cambiar su nombre original por el del primer y último monarca inca y que sólo después verificó que las palabras rejuntadas querían decir algo así como “el que viene de tierras lejanas a contar”.

Antes de retirarme de este viaje por la historia del canto latinoamericano, felicité a uno de los guías por la atención dispensada y por lo bien conservada que se halla la casa a pesar del transcurso de los años. Le conté sobre la influencia que ejerció la obra de Atahualpa en la música chilena y sobre lo significativo que representó para mí participar en los natalicios de tal vez las figuras más importantes de la canción latinoamericana de todos los tiempos: el año pasado, los 90 años de Violeta Parra en el Parque O’Higgins y hoy los 100 años de don Ata… en su propia casa.

Claro que ahora me pongo a comparar los homenajes y, en realidad, no vale la pena. Sólo para muestra un botón. En el acto de vigilia por Yupanqui, Jairo fue escuchado con un respeto envidiable y la prensa cordobesa y nacional destacó con grandes titulares la ocasión. El año pasado, mientras Isabel Parra con algunos miembros del Inti Illimani interpretaban “Canto para una semilla” de Violeta Parra y Luis Advis, un grupito de jóvenes tocaban batucadas por su cuenta, sin tapujos, sin ninguna conciencia ni consideración por el que está en el escenario y sólo unos pocos medios de prensa cubrieron el evento… Singulares diferencias que demuestran los matices de la valoración a los creadores propios, a uno y a otro lado de la cordillera.

Luego de esta pasada por Cerro Colorado quedé cada vez más convencido que la riqueza de un país no sólo se debe medir en crecimiento económico, niveles de inflación o cosas por el estilo. Los pueblos siempre se mantienen en pie mientras conservan en su memoria a sus referentes culturales, aquellos que se preocuparon de extraer de la tierra misma sus padeceres y sus alegrías. Y en eso, don Atahualpa fue y sigue siendo un verdadero emblema.