viernes, 31 de diciembre de 2010

Palabras al cierre

El fin de año siempre trae a colación los balances de rigor. Comprensiblemente, muchos querrán borrar de un tirón nuestro 2010 sacudido por las tragedias y poder enfrentar renovados de espíritu el 2011 venidero. Yo, en cambio, en vez de cerrar un año, estoy a horas de concluir un ciclo: llamémosle, por mientras, un ciclo laboral. Estos son mis últimos momentos oficiales como animador cultural de Las Canteras de Colina, el pueblo que me acogió durante dos años y medio con los brazos abiertos.

En estas palabras al cierre por tanto no puedo despedirme sin antes manifestar mis sinceras muestras de agradecimiento a quienes me permitieron conocer un mundo nuevo, una experiencia reveladora, un tesoro aún por descubrir que realmente cautivó mis sentidos.

Y digo reveladora porque -confieso- antes de ingresar a trabajar en este mágico lugar enclavado entre los cerros, solo tenía vagas nociones sobre lo que era una cantera. Y hoy, sin presumirme de experto, puedo hablar con algo de propiedad sobre el proceso de extracción de las piedras que nutren el paisaje urbano de Santiago.

Puedo decir también que cautivó todos mis sentidos porque tras esa apariencia ruda que otorga la dureza de su oficio, se esconden personalidades sensibles, que tienden la mano amiga, siempre y cuando haya respeto por sus costumbres. Por lo mismo, más allá de la formación académica, hoy pienso que la gran clave para guiar cualquier proceso comunitario pasa por sacar el máximo potencial de nuestras habilidades personales.

Sin tener este factor en cuenta, resultaba muy difícil poder generar esa confianza despedazada por cuanta autoridad se haya cruzado en su camino. Y con muy justa razón. Gobiernos de turno, municipios y directivas locales corruptas -de la mano con las inmobiliarias- se han confabulado para perjudicar a los canteros, queriendo avasallar no con años sino con siglos de historia al servicio del país, pasando por la construcción de la Catedral Metropolitana hasta los miles de adoquines que descansan (aún) en algunas de nuestras calles.

¿Cómo se explica entonces que el señor Lavín aún no sea capaz de emitir una resolución sobre la Zona Típica que ya fue aprobada por el Consejo de Monumentos Nacionales, pese a que prometió en agosto pasado una respuesta definitiva?

En las horas de despedida, duele pensar en las cosas que aún están pendientes. Duele pensar que los derechos culturales en Chile sean mirados con total indiferencia. Duele pensar por qué seguimos permitiendo que la riqueza de nuestro pasado no sea entendida también como un factor de desarrollo. Duele pensar que todavía el Estado no asuma como un deber el hecho de garantizar la supervivencia de sus barrios con historia.

Y es que en Las Canteras al menos no hay nada más que comprobar: el trabajo sobre piedra sigue plasmando los rincones de la capital y familias completas de canteros continúan en los cerros, cara al sol, tallando su propia historia. E incluso con la ventaja de tener un verdadero museo vivo a solo 16 kilómetros y medio de Santiago, hay quienes viven empeñados en cortar el hilo que se expresa en el traspaso intergeneracional de esta tradición. La historia está para romperse, pensarán orgullosos estos incautos.

Hoy tengo la camiseta más puesta que nunca por Las Canteras. Por quienes -junto a mi ex compañera Bernardita- nos hicieron sentir hijos ilustres, sin haber tomado un cincel, un combo y un bloque de piedra para trabajarlo. Por todos los que nos obsequiaron una sonrisa por una invitación a una obra de teatro, concierto o visita patrimonial. Por sus dirigentes que incontables veces nos abrieron sus aposentos para compartir una conversación al calor de un plato de comida. Por sus mujeres -y especialmente por ti, Gladys- que nos supieron inculcar los valores del sacrificio y la sabiduría cotidiana.

Apelando a la memoria selectiva, los mínimos sinsabores de la experiencia prefiero dejarlos atrás. Mejor me quedo con la sensación de que, en términos aritméticos, en este camino de dos años y medio no hice más que sumar, sumar y sumar nuevos aprendizajes.

miércoles, 9 de junio de 2010

Que comience la función...

Algo extraño sucede con la percepción del tiempo en la antesala de un Mundial. Parece que el reloj no quiere hacer su pega o que juega intencionalmente con nuestra impaciencia. Pienso en tantos otros que, tales como yo, aguardan con desesperación el inicio de la mayor fiesta deportiva del orbe, aquella que funde a un país completo en un sueño colectivo cada cuatro años.

El Mundial es un evento que estremece a los fanáticos, pero también mueve los sentimientos de los más escépticos, quienes seguramente algo tendrán que decir para no quedar al margen de la conversación que girará sobre un solo tema durante un mes. En el caso de los más reacios, no hay mucho que hacer. Ellos seguirán creyendo obstinadamente que el fútbol no tiene otra ciencia más que correr detrás de una pelota.

Probablemente se aburran o pataleen. Le echarán la culpa al fútbol de todos los males, lo sindicarán como un arma de las elites para aplastar las conciencias críticas o simplemente pedirán espacio para temas más relevantes. Olvidan que la tesis que lo apuntan como “opio del pueblo” es uno de los tantos enfoques en que el fútbol se puede analizar, no siendo el único.

Es más -y aquí concuerdo con dos antropólogos brasileños que hicieron un estudio notable del fútbol como fenómeno cultural, altamente recomendable *- dicha visión empobrece el debate pues ignora que el fútbol trasciende las fronteras de la cancha, se involucra con las esferas más amplias de la sociedad y merece ser tratado con la seriedad debida por las ciencias sociales.

Sólo es cosa de ver cómo los intelectuales han mirado con desprecio al fútbol, asumiendo que detrás del fenómeno se esconde una mano negra que manipula a las masas como marionetas. O más grave aún, algunos ni lo consideran digno de mención pese a la devoción que genera en buena parte del mundo. Pero por suerte los futboleros tenemos a otros que son capaces de mirar más allá de su propio ombligo como Galeano y Vázquez Montalbán, que sí han podido enlazar fútbol con –por ejemplo- política, lo que para muchos es equivalente a mezclar agua con aceite.

No se trata tampoco de absorber con total sumisión todo lo que proviene de los medios sobre este Mundial. Es más, Galeano no esquiva en su análisis -siempre crítico- el daño irreparable que ha provocado la salvaje irrupción del dinero dentro del fútbol, robándole parte de su tesoro más preciado: el amor por la camiseta, la irreverencia o, más concretamente, el jugar por jugar, como diría Sabina.

A dos días del pitazo inicial aún me aferro a la íntima esperanza –tal como Galeano- de que algún “descarado carasucia” pueda romper los esquemas de este fútbol conservador que el negocio lucrativo se ha encargado de moldear. Y si no se da, como es esperable, presiento que nosotros, los que nos criamos comiendo fútbol, estaremos igual frente a la pantalla expectantes, dichosos y afortunados por ser partícipes de una nueva fiesta, más aún ahora que la selección chilena vuelve a las grandes ligas después de 12 largos años.

Tampoco puedo dejar de asociar a los Mundiales con una parte significativa de mi historia de vida. Lamenté que mi hermano haya hecho pedazos mi álbum de México 86; no pude ver en vivo el salto del camerunés Omam-Biyik contra Argentina en Italia 90 por mis deberes de alumno; me sobrecogí con el crimen del colombiano Andrés Escobar en Estados Unidos 94; también empapelé a chuchadas a Bouchardeau y no pude evitar el llanto cuando el austríaco Ivica Vastic nos clavó esa daga que aún no se borra en Francia 98; madrugué para ver cómo por centímetros Uruguay no podía clasificar a segunda fase en Corea-Japón 2002; y también maldije a Materazzi apenas consiguió sacar de sus casillas a Zidane, quizás el último gran genio que tuvo el fútbol mundial.

¿Qué recordaremos de Sudáfrica 2010? Dentro de un mes y dos días lo sabremos. Que el reloj se apiade de nosotros. Que comience la función…

* "Fútbol y cultura" de Ruben G. Oliven y Arlei S. Damo.

lunes, 3 de mayo de 2010

El peso de la historia

Podrán decir que ya no canta, que sus mejores tiempos no son precisamente los actuales, que ya no está para estos trotes o cosas similares. Pero en su defensa hay que decir que quien se acerca hoy a un concierto de Patricio Manns no va en busca de una voz primorosa ni nada de eso. Más bien acude a una cita con la historia.

Con 72 años a cuestas y de un recorrido envidiable como cronista de nuestra realidad, Manns representa una época superlativa de creación en la música chilena, desde sus temas como solista que conforman nuestro más selecto repertorio hasta sus continuas participaciones con conjuntos de iguales pergaminos. Quizás eso ayude a explicar por qué pese a la escasa difusión de su recital, el hombre aún sea capaz de reunir una buena cantidad de seguidores a su alrededor.

Lo de ayer estuvo lejos de ser una exhibición musical del cantautor, salvo por el virtuosismo de su percusionista y sus dos guitarristas. Poco importó que desafinara, que entrara a destiempo en algunas estrofas o que simplemente olvidara las letras a pesar de contar con un atril que le refrescaba la memoria. Intuyo que la gente que asistió el sábado 1 de mayo (día emblemático, cómo no) al Teatro Cariola sabía de antemano con qué se iba a encontrar al momento de pagar una entrada y por lo mismo apostó por la trayectoria más que por el presente.

Porque quizás cuántas de las personas que anoche concurrieron al mítico recinto de calle San Diego tienen una historia personal ligada a alguna canción de Patricio Manns. Cuántos trozos de vidas esparcidos en el tiempo no se reconstruyeron al son de una melodía suya. O tal vez el simple ejercicio de recordar, de “pasar por el corazón” como dice la etimología de la palabra, nos mueva a suspender por dos horas nuestra abrumada rutina para ingresar en un estado de catarsis colectiva.

De otra forma no se explica tanto magnetismo. No se está ante un aparecido, sino ante una leyenda viva de la música nacional que por diversas razones (algunas más que evidentes como ese deporte tan nuestro de despreciar todo lo que brote de esta tierra) todavía no logra ser relevado como un imprescindible de la cultura chilena.

Acertadamente Manns –quien fue antecedido por el trovador Marcelo Ricardi y el grupo de música andina Ilpa Kamani- se inclinó por un repertorio probado, con canciones emblemáticas que fueron coreadas con entusiasmo por casi todos. Pero tampoco se debe olvidar que la velada de antenoche tenía como propósito presentar su nueva producción tras siete años de “abstinencia discográfica”.

Le llamó “La tierra entera” y en la breve muestra que ofreció en el recital asoman temáticas acordes a los nuevos tiempos, condenando el desastre ecológico generado por las mineras (“En Pascua Lama”) y la represión brutal que sufre el pueblo mapuche aun en democracia (“Araucarita”). En lo estrictamente musical vuelve a poner en relieve su afición por los boleros como el tema que da nombre al disco.

Capítulo aparte merecen sus composiciones antiguas -pero más desconocidas- donde encandila con su lúcida pluma como “La canción que te debo” (dedicada a su madre), “Canto esclavo” y la chacarera “Ya no somos nosotros” (por más que César Isella le insinuara que en realidad no era chacarera, sino que “una hueá chilena”).

No obstante aquello, uno de los momentos más sentidos se generó en su interpretación de “Cuando me acuerdo de mi país”, acaso la mejor canción chilena escrita en el exilio y sobre el exilio.

La poca sincronización de Manns fue aplacada por sus dos guitarristas que le dieron una “manito” ajustando los tiempos a su medida. Bastaba mirar los rostros desconcertados de los instrumentistas para notar su incomodidad, apenas disimulada por sonrisas cómplices entre ambos. Igual de jocoso fue el momento en que recordó dos de las canciones compuestas junto a Horacio Salinas (“Vuelvo” y “Medianoche”) donde se animó de hablar del “Inti Prehistórico” para referirse a una de las facciones del grupo.

Pocos artistas en Chile se dan el gusto de cantar en un teatro casi repleto aunque la calidad vocal ya no sea la de antes. Patricio Manns sí se puede tomar esa licencia porque más de 50 años de carrera así lo avalan. Seamos justos: en vivo tampoco resulta una tortura para el oído como muchos han esgrimido. Algunos le llamarán oficio; otros, credibilidad; mas para mí es simplemente -como dirían algunos periodistas deportivos- el peso de la historia.

domingo, 11 de abril de 2010

Rolando que vas remando

" (...) Cuando el tema pasa a ser folklórico se pierde el autor, pero pasa ser propiedad del pueblo, entonces Rolando es propiedad del pueblo. Los cabros chicos de kinder bailan 'Doña Javiera Carrera' y no saben quién la escribió, pero la bailan o la cantan. Rolando debe estar contento con eso, o sea, logró el objetivo". (Gabriel Rock, ex integrante del grupo Huiracocha)


L
a serena mirada de la fotografía de portada nos predispone de buena manera a sumergirnos en la vida y obra de uno de los artistas que dejó más huellas en el país y que no obstante hasta ahora había sido relegado a un rol secundario. Tanta información difusa motivó a Manuel Vilches y Carlos Valladares a escribir “Rolando Alarcón, la canción en la noche” (Quimantú), primer intento biográfico sobre el músico chileno, cuyas melodías –recuerdo- solían amenizar los almuerzos familiares de mis tardes infantiles, gracias a un roñoso casete compilatorio.

De ahí en más, la figura de Rolando quedó grabada en mi mente, mucho más que cualquier otro músico de raíz folklórica, pues me parecía que sus canciones eran simples, directas y, sobre todo, fáciles de retener en la memoria. Así también me sucedió con su voz, la que sin ser un prodigio ni mucho menos, tenía un sello personal muy marcado.

Con el tiempo pude saber algo más de su trayectoria como artista, aunque no lo suficiente para hacerme una idea más o menos cabal sobre su real influencia en el espectro musical chileno. Pero para salvación de todos los que nos creemos sus seguidores, muchos de los misterios que rondan su paso por esta tierra quedan resueltos en esta investigación, cuyo principal propósito -señalan los autores- es hacer “un mínimo primer acto de justicia” por su abnegada labor en pos de enaltecer la cultura nacional y latinoamericana.

El libro persigue la misma senda trazada por Alarcón. Posee un estilo de redacción y lenguaje al alcance de todos, para lectores primerizos y no tanto, sin preciosismos ni teorizaciones complejas, tal como la impronta que marcó Rolando en su trabajo artístico: sencillez y cordura en su justa expresión.

En diez capítulos, el texto desnuda las facetas más desconocidas de la vida y obra del cantautor nacional, pero paralelamente devela inéditos pasajes de la historia de la música chilena, por lo cual -creo- se alza como un documento indispensable de consulta para quienes pretenden adentrarse en los misterios de la proyección folklórica, el Neofolklore y la Nueva Canción Chilena.

Su incursión en estos tres movimientos no deja lugar a dobles lecturas y así queda de manifiesto en el estudio: Rolando Alarcón es, sin duda, uno de los pilares de la música nacional, aunque muy pocos se hayan preocupado de relevarlo al lugar que corresponde.

En términos de contenido, el libro -para mi gusto- tiene varios méritos que vale la pena consignar, porque si bien hace una cerrada defensa del legado del cantautor, no evade los temas más conflictivos que marcaron a fuego su carrera artística. Y aunque casi tres cuartas partes de la investigación abordan al Rolando “músico profesional” (principalmente a partir del tercer capítulo) lo cierto es que su vocación de profesor cruza todo el desarrollo del libro. Así se puede observar no solo en las salas donde hizo clases, sino también en sus composiciones, en su forma de establecer relaciones sociales y, en general, en su manera de entender la vida.

Parte importante de esa vocación pedagógica despertó en su paso por la Escuela Normal de Chillán, experiencia descrita minuciosamente a través de testimonios de compañeros y familiares. Ahí también se mencionan sus primeras afinidades con la música, que incluía una sorprendente y (para mí) anónima aptitud como pianista.

Señala más adelante el texto que por estar “en la terna superior del curso” en la Normal chillaneja, Alarcón fue facultado para elegir libremente donde ejercer como profesor. Escogió Santiago y no se equivocó, porque la Escuela 62 de calle Buzeta 669 (actual comuna de Cerrillos) le obsequió incontables alegrías.

A propósito de eso, en mi opinión, el libro acierta en recurrir a anécdotas que hacen incluso más distendido el relato, como aquella en que una apoderada reclamó acaloradamente contra los profesores de la escuela porque vendían “pollos en la Estación Central”: durante algún tiempo Rolando -paralelo a su labor de profesor- había conseguido un puesto de vendedor en la empresa Codipra para generar ingresos extras.

Es en este colegio donde sus cualidades humanas y su efectivo método de enseñanza musical (había sido designado “dedocráticamente” por el director como profesor especializado de música, reseña el libro) son motivo de elogiosos comentarios, tal como lo recuerdan quienes compartieron con él. Casi de forma unánime los testimonios describen su capacidad para concitar la atención de los alumnos y también, por qué no decirlo, algunos de sus arrebatos que, sin embargo, no lograron eclipsar sus virtudes, mucho más expuestas en éste, su libro biográfico.

Como decía anteriormente, a partir del tercer capítulo se descubren sus primeros pasos como músico hecho y derecho desde su participación en el grupo Cuncumén. Sobresale por cierto una exploración hemerográfica contundente y un cúmulo de citas de entrevistados que contribuye a recrear una imagen mucho más nítida de sus intereses musicales. Siguiendo esta idea (y en lo que me parece otro aporte significativo, ahora en términos técnicos), en algunos pasajes el texto entrega distintas versiones sobre un mismo hecho, lo cual a mi juicio denota cierta precaución en los autores para no dejar al libre albedrío la fragilidad que experimenta la memoria para traer a colación recuerdos tan lejanos.

Un repaso puntilloso sobre la fortuita conformación del conjunto Cuncumén (donde Rolando asumió como director) luego de un viaje en 1953 al Cuarto Festival Mundial de las Juventudes en Bucarest es el punto de partida para una serie de valiosas minihistorias, que desconozco si estarán relatadas en otras publicaciones. Las supuestas diferencias “sociales” entre el Cuncumén y el Millaray; la gira al sur junto a Violeta, Angel e Isabel Parra que fue interrumpida por el terremoto de 1960 (donde aparecen elocuentes testimonios que se asemejan irónicamente con la tragedia reciente) y la explicable ira de Rolando por la malintencionada inscripción del nombre “Cuncumén” de otro de sus integrantes son algunos de los subtemas que merecen especial atención, entre tantos otros.

Ya con varios discos a su haber con el Cuncumén (más otro grabado en solitario para el sello Folkways en Estados Unidos), Rolando decidió vencer el pudor de mostrar sus propias composiciones e inició su camino como solista.

Luego, explica el libro, no tuvo inconvenientes para tender puentes con los intérpretes del Neofolklore; es más, muchos de los temas de Alarcón serán parte de los repertorios de Las Cuatro Brujas y Los Cuatro Cuartos, dos de los grupos más emblemáticos del movimiento. Y es que a pesar de ya manifestar una posición política concreta, la intolerancia estaba muy lejos de ser un rasgo típico de su personalidad.

Precisamente uno de los primeros trances que debió afrontar Alarcón pasó por una de sus canciones, grabada por Las Cuatro Brujas. Se trataba de “¿Adónde vas, soldado?”, una refalosa pacifista (compuesta en tiempos de las invasiones estadounidenses a Vietnam) que no obstante derivó en alocadas “municiones” de un lado para otro. Bien vale la pena repasar esta disputa que concluyó de la manera más impensada y jocosa.

Dos de las peñas más renombradas de los 60 ocupan un lugar preferencial en el relato: la peña de los Parra y Chile Ríe y Canta. Las diferencias entre las dos propuestas eran notorias por el tipo de público que asistía y sus elencos artísticos, pero al autor de “Si somos americanos” poco le importaba. Nunca se hizo problemas para presentarse indistintamente en ambos recintos, dejando en claro su espíritu pragmático y carente de dogmatismo.

Esta etapa ya coincide con su primer disco solista y aquí comienza a perfilarse como uno de los compositores más identificados con lo que luego se etiquetó como Nueva Canción Chilena, cuyo epicentro sería la peña de los Parra. Si alguien osa cuestionar la importancia de la casona de calle Carmen (cuya fachada hoy está demolida), Angel Parra se encarga de defenderla con contundentes testimonios, en otro de los instantes luminosos del libro.

La investigación prosigue regalándonos sabrosas anécdotas como el “coprolálico” encuentro de Alarcón con Violeta Parra en La Reina. Y aunque a esta altura, el maestro normalista empieza a acumular aplausos por su segundo disco (donde se reafirman sus ideas americanistas), también padece otra desventura en el circuito como la censura que sufrió su canción “Se olvidaron de la patria” bajo el gobierno de Frei Montalva.

Ya está dicho: Rolando no era un hombre particularmente “elitista” y, tal como lo refrenda el libro, buscaba imprimir a todas sus canciones su sello pedagógico. Por eso no tuvo ningún “inconveniente ideológico” para abrirse paso en un escenario tan masivo como el Festival de Viña del Mar con “Niña, sube a la lancha”. En algunas líneas, Nano Acevedo aprueba la flexibilidad del creador de "Mocito que vas remando", esgrimiendo que al “enemigo” había que ganarle “por dentro”.

Dicha búsqueda de masividad le permitió abrazar los ritmos de moda, sin que por ello olvidara la raíz folklórica. Dos temas “go-go” en su tercer disco le valieron reparos hasta de sus compañeros músicos como Patricio Manns, pero nada de esto mermó la intención de innovar en su repertorio; recogió algunas canciones de la Guerra Civil Española y grabó una nueva producción ahora con una casa discográfica de su propiedad (Sello Tiempo), decisión que habría incidido -declaran muchos entrevistados-en la dificultad para localizar sus trabajos.

A la par con la efervescencia política de entonces, el libro muestra a un Rolando mucho más explícito en su posición ideológica. Se trasluce en sus nuevos discos, se palpa en sus discursos. Y como el texto no descuida detalles, nuevamente abre la puerta para explorar “pildoritas” que no solo tienen que ver con Alarcón, sino con la música chilena en general. Así, se vuelve casi obligatorio echar un vistazo por los entretelones del Primer Festival de la Nueva Canción Chilena, organizado por el gran Ricardo García.

Poco antes de la asunción de Allende, Rolando concretó vastas actividades. Tras ganar en Viña con “El hombre” consiguió ser invitado al Festival de Cosquín, donde, como bien señala el texto, los artistas extranjeros cumplían un rol “casi decorativo”, igual que hoy. Interesante también es notar con qué energía participó en el mítico Tren de la Cultura, ya con la Unidad Popular en el poder. Pero no todo era color de rosa para él ni para sus amigos más entrañables. Especialmente para uno, Pedro Messone, quien cuenta en el libro de una gran batahola en el Segundo Festival de la Nueva Canción Chilena, donde él salió muy perjudicado. Acostumbrado a primar la amistad por sobre todas las cosas, Rolando acudió en ayuda de su “admirado compañero de ruta”, según consigna el texto.

Pero si ese episodio había afectado en demasía al compositor de “Doña Javiera Carrera”, el que vendría posteriormente llegaría a límites insospechados. El libro trata este tema controversial con suma delicadeza, sin caer en el sensacionalismo y con una mirada crítica sobre ciertas actitudes partidistas. Se trata de la injuriosa noticia aparecida en uno de los diarios de oposición a Allende donde se difundió groseramente la orientación sexual de Alarcón. El asunto es polémico, sin duda, y el recato de los entrevistados es fiel prueba de la incomodidad.

En ese sentido, los autores describen una “nebulosa” en torno a la militancia o no del profesor primario en el Partido Comunista. Entre tanta aseveración, surge una muy potente: en un caso de extrema “rigidez valórica” -como dice el texto- Rolando habría sido impedido de ingresar al PC por su condición homosexual. Algunos lo desmienten y otros lo insinúan, pero una cita muy oportuna extraída de las memorias del dirigente comunista Luis Corvalán deja entrever que efectivamente su colectividad incurrió en actos discriminatorios hacia Alarcón.

En plena época de la UP, además, era normal que se cayera en descalificaciones de un bando hacia otro, y en muchos pasajes el libro evidencia este ambiente enrarecido, principalmente por los ácidos comentarios de la prensa opositora a las presentaciones y nuevos discos de Alarcón.

Siempre entusiasta, Rolando participó activamente de las giras de Chile Ríe y Canta por todo el país lideradas por René Largo Farías. Pero aquel verano de 1973 pretendía restarse. No se sentía para nada bien de su estómago. Una úlcera amenazaba con amargar su estadía en el norte de Chile, afección que nunca se esmeró en comentar a su círculo íntimo, señala el libro en su penúltimo capítulo. Le “cargaba” ir al médico, expresan otras voces.

Como en tantos momentos de su vida, la voluntad le ganó el pulso al dolor físico e igualmente se sumó a la nómina de viajeros, aunque esta vez el retorno a Santiago le traería la peor de todas las sorpresas.

Era el principio del fin de la vida de Rolando, cuya “absurda” muerte en el Hospital Salvador produjo (como era de esperar con una figura deslumbrante de la cultura chilena) conmoción en el país, salvo para algún sector de la prensa odiosa que festinó sin tapujos el trágico hecho. El libro da a entender que el repentino deceso pudo “evitarse” de no mediar su extrema discreción a la hora de tratar su enfermedad, originada -según sus cercanos- por su agitada vida social, que le demandó un gasto colosal de energía en todo lo que emprendió con su voz y guitarra comprometida.

No obstante su temprana desaparición a los 43 años, las canciones de Rolando siguieron su propia senda y muchas de ellas forman parte del patrimonio musical chileno. La primera gran biografía del “padre de la ternura” (como lo describe Osvaldo Torres) se comporta a la altura del homenajeado. Para que nunca más alguien se atreva a ignorar su semilla fecunda como músico, profesor y ser humano.