lunes, 22 de diciembre de 2008

Las cadenas del "insilio"

("Intento" de discurso leído en la ceremonia de premiación del concurso "Escrituras de la Memoria 2008", Centro Patrimonial Recoleta Dominica, 20 de diciembre de 2008)

“Acá se habla mucho del exilio, pero no he leído nunca nada del insilio”. Estas palabras de uno de nuestros entrevistados, Pedro Aceituno, de Curacas, un grupo que nació en la peña de los Parra (antes del golpe), me marcaron profundamente y me hicieron entender que íbamos por la senda correcta. El “insilio”, ese exilio interior, el exilio en el propio país, la poca valoración del trabajo cultural hecho a mano y sin permiso, han marcado la existencia de los artistas que debieron lidiar contra viento y marea en las circunstancias más oprobiosas que conoció nuestra patria.

Esta obra viene muy humildemente a pagar una deuda pendiente no sólo con los artistas alternativos de la época que participaron en las peñas, sino con todos aquellos dirigentes, pobladores y disidentes al régimen que sacrificaron hasta sus vidas con tal de volver a respirar bajo un clima democrático.

“Los hombres sin historia son la historia; grano a grano se forman largas playas”, decía Silvio Rodríguez por ahí. Yo agregaría para no discriminar: “Los hombres y mujeres sin historia, son la historia”. Parece ser este un completo resumen de la labor de estos artistas: héroes sin capa, sin plazas ni calles que los recuerden, pero que de forma larvada –en las peñas, en las poblaciones, en sindicatos y universidades- dieron un paso sustantivo en impregnar de luz un período de neta oscuridad, con sus canciones semiclandestinas y metafóricas.

Por eso, fue muy saludable comprobar que el término “apagón cultural” corrió sólo por parte del oficialismo, con su televisión empalagosa y sus diarios permisivos, porque subterráneamente se multiplicaron como margaritas, centros culturales, compañías de teatro, actos solidarios, como nunca en otra época de nuestra historia. O sea, apagón cultural, sí, pero oficial; al mismo tiempo emanó un florecimiento cultural alternativo con una fraternidad, sentido y fuerza trascendental, cuyo primer eslabón –creemos- fueron las peñas que surgieron en el centro de Santiago.

En estas peñas, en estos minúsculos recintos armados a puro ñeque, con luz de vela y una breve tarima, los artistas estaban lejos de creerse superestrellas. Por algo se paseaban entre las mesas, conversaban con el público aprovechando la penumbra, cortaban frutillitas para el borgoña y hacían el aseo. No bastaba con llegar, subir y cantar en el escenario; era una cuestión de supervivencia del arte y todos debían aportar por igual.

El apagón definitivamente se apagó, aunque quienes debieron soportar las penurias en medio de la barbarie, todavía están sumidos en los tentáculos del olvido, en estas férreas cadenas del “insilio” que se hace necesario romper.

Esperamos sincera y modestamente haber contribuido al menos a aflojar estas cadenas del insilio… Muchas gracias.

lunes, 4 de agosto de 2008

Schwenke & Nilo: Los 29 años de un viaje

En Chile, por lo menos, el matrimonio es una institución en crisis y por ese mismo motivo se agradece tanto que la unión entre Nelson Schwenke y Marcelo Nilo se siga prolongando por 29 años a pesar de los pesares.

El lugar elegido para celebrar la víspera de los 30 fue el mismísimo Teatro Cariola, otrora escenario de multitudinarios conciertos de oposición a la dictadura militar, época en la cual el dúo valdiviano tuvo la difícil misión de difundir por la capital sus temas de refinada denuncia y poesía.

Este sábado 2 de agosto el recinto de calle San Diego no dio abasto para recibir a tanta gente que seguramente siguió y sigue de cerca la carrera de estos cantores que con casi nula presencia mediática –tanto en dictadura como en post dictadura- se han ganado un singular espacio en la historia de la música chilena.

Es cierto: los años tampoco pasan en vano y obviamente el desgaste de las voces se hace sentir, pero los grandes atributos escénicos del dúo permanecen invariables. Tanta circunspección en los textos se ve matizada en los escenarios gracias a la provocativa lengua de Nelson, algo así como la “parte cómica” del binomio, capaz de hacer estallar en carcajadas al público y sonrojar hasta a su propio compañero.

El recital fue parte del ciclo “Canto con historia” que organiza Apablaza Producciones en el Cariola y sirvió para demostrar que los mensajes de las canciones que marcaron un hito en la cultura alternativa de la época pueden ser perfectamente adaptables a la realidad de hoy. Por eso, en el concierto alternaron los temas de su último disco (Volumen 8) con aquellos que sin ninguna duda se convirtieron en verdaderos himnos de esa juventud y que desde la óptica de hoy hacen reverdecer los sueños de una utopía social que se derrumbó como un frágil castillo de arena.

Por supuesto, el sur de Chile es un referente obligado en sus canciones. No olvidemos que ambos se conocieron siendo estudiantes de la Universidad Austral de Valdivia y en cada interpretación brota de inmediato esa añoranza por el exuberante paisaje de la zona. “Ruta Sur”, “Lluvias del sur”, “Allá en el sur”, “Valdivia 1960” (canción que recuerda el terremoto de aquel año) y “El Canelos” (barco de carga que se hundió luego de la catástrofe), fueron temas que apuntaron a la nostalgia de valdivianos y chilotes que se dieron cita este sábado.

En lo particular, mi admiración por el trabajo de Schwenke y Nilo es muy profunda, aunque no tan antigua. A mediados de la década del noventa, lo único que había escuchado era una palabra, en un dialecto extraño tal vez, algo así como “Chuenquinilo”. Aunque si fuerzo mi memoria, recuerdo haber pasado alguna vez por la feria Santa Lucía y haber visto en algún paño tendido algún casete del dúo, probablemente el Volumen 1, editado el año 1983.

¿Qué me impresionó cuando pude escucharlos gracias al sabio consejo de un amigo? Primero, el nivel de las letras, capaces de articular un reclamo, un deseo de justicia, expresado de una forma elegante y distinguida. Sin duda, una fórmula necesaria para esquivar la mordaza implacable, pero que los catapultó dentro de los grupos nacionales –creo humildemente- que alcanzó mayor vuelo poético del denominado Canto Nuevo.

Musicalmente hablando, me llamó la atención su búsqueda incesante por definir un estilo propio, tomando raíces de la tradición trovadoresca latinoamericana, pero también abiertos a la incorporación de instrumentos electrónicos. La evolución más notoria se devela a partir de su tercer disco, donde existen sutiles guiños hacia ritmos característicos de otras latitudes. Aún así, sigo pensando que sus dos primeras producciones (donde están presentes “El viaje”, “Lluvias del sur”, “Pate’ vaca”, “Nos fuimos quedando en silencio”, “Con datos de la Unicef”, “Hay que hacerse de nuevo cada día” y tantos otros “emblemas”) son realmente insuperables. Injusto sería dejar fuera a Clemente Riedemann, poeta valdiviano que escribió las letras de muchos de estos himnos.
Por eso, siempre me es saludable volver a Schwenke & Nilo. Porque en plena era informática me hizo regresar a los viejos y roñosos casetes. Porque volví a sentir el aroma del sur y hasta de la Kunstmann valdiviana en cada una de las letras. Porque pude ver nuevamente al “Canelos” tumbado en el Calle-Calle. Porque confirmé la vigencia de sus canciones. Y sobre todo porque se hacía urgente una noche de poesía en una ciudad cada vez menos generosa en sus afectos.

jueves, 31 de julio de 2008

Por el sendero del Indio

El hombre que aparece justo a la izquierda –era que no- curiosamente podría ser considerado uno de los grandes olvidados de ese gran movimiento que se llamó Nueva Canción Chilena.

Ese mismo personaje, de pómulos salientes, tez morena, melena al viento y extremadamente delgado, se entregó por entero con tal de recuperar y hacer perdurar en el tiempo esas tradiciones que de no ser por su intervención se hubiesen perdido en las cenizas del olvido.

Por eso, el homenaje que se le brindó ayer a Héctor Pavez Casanova en la Sala SCD Vespucio no pudo ser más oportuno para un artista que impactaba con su sola presencia, dueño de un vozarrón capaz de conmover al más imperturbable y cuya partida el 14 de julio de 1975, pleno exilio en Francia, no hizo más que ahondar la pesadilla y orfandad de aquellos tristemente célebres años.

Pero por suerte el “Indio” Pavez -bautizado así por un papel de “ona” que desempeñó en la obra “Fuerte Bulnes”- se pudo clonar en su hijo, el “Gitano” Pavez, a quien le heredó no sólo su parecido físico, sino que su pasión, talento y valentía en custodia de nuestros valores culturales más elementales.

Precisamente Héctor Pavez Pizarro, hijo también de una gigante como Gabriela Pizarro, encabezó junto a su Folkband un emotivo tributo que se extendió por más de tres horas y que contó además con la presencia de Diego Dana, Jorge y Marcelo Coulon, Alexis Venegas y Chamal.

Un poco de su vida

A Héctor Pavez Casanova, el “Indio”, se le reconoce un papel clave en la recopilación folklórica en el archipiélago de Chiloé, aunque sus orígenes no están allá, sino que en un barrio santiaguino que respira historia por todas sus paredes. El barrio San Eugenio, allá cerca de la calle Exposición, de pasado ferroviario, donde todavía yacen varados los oxidados trenes de la maestranza, donde aún resuenan los ecos de un gol en el estadio del mítico Ferro-Bádminton, ese fue el sector donde el pequeño “indiecito” iniciaba su aventura.

Actor por instinto, cantor por opción. Esa podría ser una frase que resume la vida de este verdadero gestor cultural, que una vez hechizado por el folklore, quiso impregnarse de la vida de los chilotes. Y grabadora en mano, rincón por rincón, supo de sus ricas tradiciones, pero también conoció el esfuerzo diario y la segregación de sus habitantes. Comenzaba a forjarse en él las primeras luces de su conciencia social.

Al “Indio” le debemos el rescate de una obra tan popular en nuestro cancionero como “El lobo chilote”. Le debemos también, ya en su fase más política y comprometida con el gobierno de Allende, “La cueca de la CUT”, popularizada por Inti Illimani.”. Y aunque siempre dejó en claro su simpatía por las políticas adoptadas por la UP, nunca perdió de vista su vocación de seguir proyectando el folklore de Chiloé.

Lamentablemente la salud le empezó a jugar una mala pasada en 1973, fecha de pesares y angustias, de dolores y tormentos. Su corazón padecía una afección y hubo que instalarle una válvula para que respondiera adecuadamente en julio de aquel año. Tal vez fue un aviso de que el mes de la patria no sería del todo benevolente.

Y bueno, llegó el golpe, y como tantos artistas identificados con la canción social, pasó a engrosar la “lista” de los perseguidos por el régimen. Pero se negó a guardar silencio. Por eso junto a otros artistas planificó una reunión ante algunos oficiales para pedir explicaciones por lo ocurrido con los cantores, encuentro que detalló a René Largo Farías en su exilio.

¿Las respuestas? “El folklore del norte no es chileno”, “la Cantata Santa María es un crimen de lesa patria”, “nada de flauta, ni quena, ni charango”.

Pavez partió al exilio en 1974 y desde Francia siguió denunciando las tropelías que cometía la dictadura en Chile, por supuesto, empleando el arte como herramienta política. Pero su “corazón maldito”, enfermo de salud, de destierro, de añoranza, de angustia, de “andén” (como diría Patricio Manns), le informó que era preferible no continuar su aventura terrenal. Y se despidió sin previo aviso.

Hoy sus restos mortales descansan en el mismísimo cementerio Père Lachaise, aunque se rumorea que su maltrecho corazón partió en un viaje expreso rumbo a su amado Chiloé para retomar su color y vitalidad.

martes, 15 de julio de 2008

La cueca, nuestra cueca

Para algunos, el “alma” nacional; para otros, un baile aburrido y monótono que sólo amerita soportarlo un 18 de septiembre; para los nuevos jóvenes, una instancia donde respirar libertad. En fin, resulta innegable que la cueca, vilipendiada y adorada al mismo tiempo, es una manifestación cultural omnipresente en cada uno de los que pisamos este alargado terruño.

Esa irrefrenable pasión que derrochan quienes realmente sienten en la piel la cueca, no había permitido detenerse a pensar en sus implicancias dentro de la sociedad, su relación con la identidad y las diversas formas que adquiere en cada rincón específico de nuestro Chile.

Con ese objetivo en mente, nació la idea de organizar un ciclo de conversaciones sobre la cueca en la Biblioteca Nacional. Gran mérito, por cierto, recae en Karen Donoso, Licenciada en Historia de la Usach: se esmeró, consiguió a los panelistas, moderó la jornada y más encima la difundió por sus propios medios junto al Archivo de Literatura Oral.

Habría que decir también que la iniciativa se explica por el progresivo interés de cientos de jóvenes que concurren en masa a disfrutar de los “cuecazos” que tienen lugar en restaurantes y locales capitalinos como “El Chilenero” y “El Huaso Enrique”, un fenómeno, sin duda, digno de análisis.

Distinguidos invitados, extractos de material audiovisual, debates concienzudos pero a la vez aterrizados, preguntas con y sin respuestas, música, pañuelos y caras sonrientes fueron parte del sugerente cóctel que ofrecieron las cuatro jornadas de reflexión.

El valor de la cueca urbana

Sin la más mínima intención de extenderme en el tema, quisiera compartir algunos de los puntos más relevantes que hablaron los participantes y que me parece atendible reseñar.

Uno de ellos, me parece, lo aportó la estudiante de Historia de la PUC, Araucaria Rojas, en cuya intervención delineó parte de su investigación sobre la cueca durante la dictadura militar reciente. Muy interesante porque durante este período de nuestra historia, puntualmente el 18 de septiembre de 1979, fue declarada “danza nacional” a través del decreto ley Nº 23.

Lo anterior no deja de ser relevante pues a partir de esta normativa, se produjo una reedición y reafirmación de la llamada “cueca huasa” (fortalecida durante el régimen de Carlos Ibáñez del Campo en 1927) que propendía a una “estilización y falsificación de lo popular”.

Visto de esta manera, la cueca se convirtió en un “paradigma de la chilenidad”, dice la autora, borrando de cuajo las identidades múltiples que ella convoca según la diversidad y riqueza cultural que emana de nuestro territorio.

La esquematización y monotonía en que cayó la cueca, con pasos bien calculados, atuendos postizamente recargados y consignas más bien patrioteras, terminó por arrebatarle su embrujo de antaño, alterando su esencia de ancha libertad que en otras épocas inspiraba.

Por esto mismo, otro panelista, el gran cultor Mario Rojas, ha sostenido en reiteradas oportunidades que este decreto aniquiló el verdadero sentido de la cueca.

“La chilenidad no es sólo la cueca”, “la cueca no debe ser asociada a los emblemas”, “la cueca ha jugado un rol en la chilenidad pero no obligadamente debe ser representada a Chile”, “uno no es menos chileno porque no le guste la cueca”, fueron algunas de las frases que tiró sobre la mesa el creador del sitio www.cuecachilena.cl.

Por último, dos cosas que me parece prioritario mencionar sobre la jornada de cierre del viernes 11: la peculiar situación de los realizadores Carlos Saravia y Luis Parra con su serie de documentales “La cueca es brava” y la intervención magistral del musicólogo Rodrigo Torres Alvarado.

Resulta que la productora “Ganso Cojo” –administrada por Saravia, Parra y otros dos colaboradores- realizó un trabajo extraordinario (con apoyo del Fondo de la Música) donde se internan en lo más hondo del espíritu popular para rescatar la vida y entorno de 16 grupos cuequeros de Santiago y Valparaíso en 12 capítulos. ¿El problema? Sólo puede ser exhibido por la señal internacional de TVN y está denegado para la televisión abierta. Insólito.

Las palabras finales no son sólo de respeto, sino de admiración hacia la obra de un tremendo estudioso, un musicólogo de renombre que tuvo la dicha de compartir amistad con dos de los máximos referentes de la cueca en Chile, como son Hernán “Nano” Núñez y Roberto Parra. Él es Rodrigo Torres Alvarado, quien en su alocución analizó la vertiente urbana de esta expresión musical en el convulsionado Santiago.

El musicólogo de la U. de Chile aseguró que este cúmulo de jóvenes ávidos por reanudar el espíritu libertario de este “género” es el reflejo de “una nueva escena cuequera en Santiago”. Una hornada de “neocuequeros” que rebasaron “el canon oficial folclorizado” y crearon una cueca ciudadana, liberada de los amarres que la propia dictadura quiso perpetuar. Una especie de “neotribalismo contemporáneo” donde el eje está puesto en lo artístico-festivo.

Así, Torres califica a este “movimiento” como "uno de los procesos más singulares del fenómeno musical chileno post-dictadura”. Una frase a todas luces concluyente respecto a la revitalización de la cueca por parte de las nuevas generaciones.

Una jornada de clausura impecable para una iniciativa que sin apariciones mediáticas ni nada por el estilo, permitió develar muchos de los misterios que encierra, querámoslo o no, nuestra danza nacional, ante lo cual no queda más que agradecer.

lunes, 30 de junio de 2008

“Doña Javiera” su patria libre quería

• Similar a la heroína de la Independencia, la peña fundada por Nano Acevedo en 1975 también quería liberar la patria a punta de canciones. Cuando la bota militar aplastaba los sueños, cuando el puro hecho de soplar una quena era motivo de sospecha, ahí, en ese contexto, este mítico reducto cumplió una decisiva, soterrada y poco reconocida misión cultural.

• Este viernes tuvo lugar la penúltima jornada del ciclo “Música y Compromiso” en el Centro Cultural España, con un homenaje a la primera peña “comprometida” que nació luego del golpe militar.

Contó alguna vez Nano Acevedo que su adoración por la figura de Javiera Carrera partió desde muy niño cuando devoraba libros de la Independencia de Chile. Admiraba su consecuencia, sus ideales, su valentía, fineza y “su mirada orgullosa”, como dice el popular tema de Rolando Alarcón.

Cuando a Acevedo le tocó hacer frente a la barbarie dictatorial, cuando hubo que decidir si dormirse en los laureles o dar la pelea, él tuvo la firme convicción de instalar una peña en 1975 que sirviera de refugio a los cantores postergados, en calle San Diego, al frente del Teatro Caupolicán. Otra decisión hubiese significado desconocer su propia historia.

Y cómo no: la bautizó como “Doña Javiera”. ¿Habrá sido como parir un hijo? Nano nunca lo sabrá, pero algo de eso tiene que haber.

“Doña Javiera” fue la primera peña nacida como respuesta a la dictadura, cuyo propósito era brindar un espacio a artistas que habían sobrevivido a la insolencia castrense y que se mostraban contrarios a los postulados de los militares en el poder. De ahí se desprende uno de sus tantos méritos, pero en absoluto es el único.

Con pocos recursos y acechados por la mano negra de la persecución, el recinto fue un verdadero semillero de creación entre 1975 y 1980, presentando en el modesto tablado a lo más granado de los artistas “disidentes” a los que naturalmente los megacircuitos culturales les cerraron las puertas y soportando constantes redadas policiales.

Hoy muy pocos reconocen la enorme contribución de “Doña Javiera” a mantener intactos los cimientos del canto durante la época de la sinrazón, porque cuando gobierna la desmemoria es mucho más cómodo y facilista caer en los tentáculos del olvido. He ahí para mi gusto la importancia de homenajear a esta peña que fue la primera entre tantas otras que derrocharon solidaridad en aquel convulsionado Santiago.

El homenaje al “natalicio” número 33 de “Doña Javiera” se realizó este sábado en el Centro Cultural España y fue la penúltima jornada del ciclo “Música y Compromiso” que por tercer año consecutivo viene cumpliendo una admirable tarea en el rescate de nuestras raíces.

Con vino navegado y sopaipillas para los asistentes, desfilaron por el escenario artistas consagrados y emergentes, tal como le gustaba alternar a Nano Acevedo en su peña. Fernando Ubiergo, Eduardo Yáñez, Alejandro Gallo, Leonardo Recabarren, José Cerpa, Ventanal, Taller Calahuala y Curacas, fueron algunos de los solistas y grupos que extendieron la jornada por cerca de cuatro horas ante un público entusiasta pero también respetuoso.

Quiero destacar la presencia de Voces del Trumao, un conjunto más bien de bajo perfil en el cancionero nacional, pero que demostró por qué acumulan tantos años en esto del canto. En particular, su director Nelson Gallardo deleitó con su interpretación de “Cantor de oficio”, aquella emblemática canción del argentino Miguel Ángel Morelli.

No quiero tampoco pasar la oportunidad de dirigir unas palabras para el “cuasi-poeta” Toño Kadima, que todavía lucha desde la trinchera cultural con su Taller Sol en Plaza Brasil. Este hombre que influido por la plástica y la poesía deambulaba población por población buscando sobrepasar los miedos en un clima de espanto, dejó en claro que así como “Doña Javiera”, otras peñas nacidas en el centro de la capital –como “La Parra” que él fundó- también aportaron su granito de arena para sacar al caballero de su trono.

El cierre de la jornada no pudo ser mejor. De eso gran responsabilidad le cupo al Grupo Antillanca que presentó una obra titulada “El Chiloé de ayer” -por lo que recuerdo- donde se recrearon las danzas de la isla en un espectáculo que conjugó teatro y música. Un corolario de lujo para una noche de ensueño en que por única vez se vio a “Javiera” revivir en gloria y majestad.

martes, 13 de mayo de 2008

La lira popular: noticiero del pueblo

La historiadora del arte Carolina Tapia presentó este viernes 9 de mayo un valioso estudio sobre las liras populares en Chile, que permitirá a los nuevos investigadores seguir descubriendo el enorme valor histórico y patrimonial que ellas contienen.

La lira popular fue una expresión cultural de considerable fuerza en parte del territorio chileno, sobre todo en los sectores más pobres de Santiago. Este tipo de literatura que se publicaba en grandes hojas se posicionó durante el siglo XIX y principios del siglo XX como un referente válido para enterarse de los sucesos cotidianos; era el espacio que tenían los poetas populares de la época para opinar (e informar) sobre diferentes temáticas -crímenes, desastres, situaciones políticas contingentes- en forma de décimas. En los kioscos de antaño gozaban de gran reputación y se vendían, en lenguaje de hoy, “como pan caliente”.

Otra de las “gracias” de estas gigantescas páginas era que incluían ilustraciones en la parte superior que reforzaban el contenido del texto. El problema de estas obras –conocidas también como “literatura de cordel” porque en Europa los vendedores ofrecían los pliegos colgados de una cuerda a un poste o un árbol- era que carecían de las fechas de impresión, lo cual impedía un análisis comparativo más “científico”; por ejemplo, la relación entre el periodismo formal y esta manifestación de clara raigambre popular.

Por esta razón, el trabajo de la historiadora del arte Carolina Tapia resulta digno de elogio. Lo que hizo esta estudiosa fue tomar una de las tres colecciones que existen en el país, donada a la Biblioteca Nacional por el filólogo alemán naturalizado chileno Rodolfo Lenz (1863-1938) y datar la mayoría de estos versos que por equis motivo no contaban con las fechas, pero sí con los nombres e inclusive el domicilio de sus autores, entre ellos Rosa Araneda, Juan Bautista Peralta, Daniel Meneses y Bernardino Guajardo, cuatro de los poetas populares más reconocidos de la época.

Cinco años de abnegada labor más el apoyo de un Fondart que ganó el año 2007 le permitieron terminar de muy buena manera su investigación, cuyo resultado fue un CD-ROM con toda la información recogida y una exposición que tuvo lugar este viernes en la Sala América de la Biblioteca Nacional.

Para lograr su objetivo, Carolina Tapia se preocupó de buscar rigurosamente en la prensa de aquel período cada uno de los hechos que motivaban la impresión de estos pliegos que se comercializaban en ferias, mercados, estaciones de ferrocarriles y, en general, en lugares apartados de Santiago y otras ciudades de Chile.

La profesional dijo este viernes que logró datar el 73 por ciento de las hojas de la prestigiosa Colección Lenz y también agradeció la ayuda prestada por Micaela Navarrete, Jefa del Archivo de Literatura Oral y Tradiciones Populares de la Biblioteca Nacional y una de las personas que más ha bregado por dimensionar el aporte cultural de estos versos.

El único reparo quizás sea el paralelo un tanto apresurado que hizo Tapia entre estas liras populares –bautizadas de esta manera por el poeta Juan Bautista Peralta a modo de sátira contra una revista de carácter “culto” llamada Lira Chilena- con el diario La Cuarta. Sin embargo, su apuesta es una notable contribución y estímulo para que otros investigadores sigan profundizando su mirada sobre estas piezas patrimoniales de inobjetable calidad, pero que habían sido hasta nuestros días “ninguneada” por la elite académica.

domingo, 11 de mayo de 2008

No bastaba con rezar

La milagrosa intromisión del DVD en nuestras vidas ha permitido, entre tantas otras cosas, poder repasar piezas invaluables del cine mundial en un formato cómodo, transportable y de buena calidad. Y también por qué no, tesoros escondidos de la filmografía chilena, títulos que marcaron un hito en determinadas épocas y que sólo en contadas ocasiones podemos hallar en un videoclub.

Una de esas cintas cruciales es “Ya no basta con rezar” (1972), del médico porteño Aldo Francia, destacadísimo hombre, uno de los representantes más genuinos de nuestro patrimonio fílmico. Debo reconocer que hace algún tiempo me obsesioné por ver esta película, desde que pude contemplar el afiche promocional tan decidor y emblemático de un sacerdote que se apresta resueltamente a lanzar una piedra en señal de protesta.

Por cierto, el puerto principal es el telón de fondo de éste, el segundo largometraje del doctor Francia después de “Valparaíso, mi amor”. Ambientada en el año 1967, su mirada sobre Valparaíso es sincera y compasiva, pero no menos comprometida, con sus encantos naturales y dramas humanos, donde los niños y sus rostros desencajados capturan una atención especial, derivada de las rondas del director por los cerros porteños en su rol de pediatra.

“Ya no basta con rezar” es el reflejo de una sociedad convulsionada, fragmentada hasta el límite, algo perdida en su dirección y ávida de cambios radicales. No se puede soslayar que el arte en 1972, plena época de la Unidad Popular, pasó a ser directamente una herramienta política en pos de la consolidación de un sujeto revolucionario o del “hombre nuevo” (que en realidad debiera haber sido “mujer nueva” también); dentro de ello, el cine no fue la excepción.

Tampoco podemos pasar por alto que la nueva directriz de la filmografía chilena –en la cual se enmarca este trabajo audiovisual- surge a partir de las conclusiones del Festival de Cine de 1967 en Viña del Mar, cuyos puntos principales aluden a la línea anti-colonialista de sus cultores y su opción por elaborar películas desde una perspectiva continental.

La arista específica de la que se vale Francia en este filme es la religiosa. Son tiempos en que las jerarquías eclesiásticas católicas aparecen cuestionadas por su extremo conservadurismo y escaso apego a las necesidades sociales más elementales. Desde la otra vereda, emana una corriente alternativa conocida como Teología de la Liberación, que luego del Concilio Vaticano II comienza a ganar adeptos en una Latinoamérica “oprimida”: cristianos comprometidos con desterrar las injusticias que aquejan a los más pobres e involucrados con sus pesares terrenales más que con sus probables designios celestiales.

Ese precisamente es uno de los cuestionamientos que empiezan a atormentar la mente y el espíritu del padre Jaime (Orlando Romo), un novel sacerdote a cargo de un policlínico para atender a pobladores afectados por una epidemia de tifus. Su corazón se estremece al ver la miseria a la que están condenadas miles de personas en los cerros porteños; actúa, no elude su responsabilidad y siente que debe ir mucho más lejos de lo que predica la misma iglesia.

Tras enterarse de una huelga que han iniciado los trabajadores en un astillero cuyo propietario es un conocido multimillonario de la zona, se enciende en el sacerdote la mecha que aún yacía apagada. Invita a sus obispos interlocutores a escuchar sus demandas, pero es ignorado. Paulatinamente, se va interiorizando en el quehacer cotidiano de los obreros, intenta hacer las veces de mediador con el gerente de la fábrica en toma y es testigo de la dura réplica policial cuando los trabajadores alzan la voz, hasta que finalmente abandona su “cubículo” en la parroquia y participa con ellos en la lucha.

La aparente tranquilidad que concede el presente quizá impida un análisis más certero de esta película. Hablamos de una época de polarización absoluta, teñida de blancos y negros, en que adoptar una postura a medias tintas no estaba entre los códigos socialmente permitidos. Con los ojos de hoy, claro está, parecerá una cinta militante, tal vez panfletaria, pero algún defensor podrá contraargumentar que era el papel que debía cumplir el arte en esta, por decir algo, peculiar etapa de nuestra historia.

“Ya no basta con rezar” es un documento que dibuja una de las innumerables caras de ese Chile contradictorio y bullente, cargado de insuficiencias sociales, pero también abierto al debate y a la discusión. De ese Chile que si bien había perdido la brújula, no le temía al conflicto y se prodigaba en construir una sociedad mejor, aunque en ese intento se fuera la vida.

Esa misma faja de tierra en la que muchos sacerdotes tomaron el “ejemplo” del padre Jaime y se esmeraron en llevar un mensaje auténticamente cristiano a los más desposeídos. Me atrevo a decir que, sin estar dentro de los propósitos de Aldo Francia, esta cinta reservó un homenaje para todos aquellos “curas del pueblo” que desde sus modestas capillas brindaron abrigo a los perseguidos durante la tiranía.

Los 80 minutos de duración de la cinta son, inconscientemente para el director, un tributo para Mariano Puga, Roberto Bolton, André Jarlan, Raúl Silva Henríquez y tantos otros anónimos que no les bastó rezar y que no escatimaron esfuerzos para atender las súplicas de quienes precisaban cobijo en ese Chile herido por un golpe feroz.

viernes, 18 de abril de 2008

Noche transpirada

Escuchar música en vivo por las noches es uno de mis máximos placeres. He pasado por conciertos frenéticos en estadios, algo más moderados en teatros, pero si me dieran a elegir, prefiero los micro-recitales, esos con tarimas modestas y pequeñas, luz tenue, mesas, sillas y un clima de intimidad. El Barrio Bellavista ofrece numerosos locales de este estilo y, bueno, hace algún tiempo me seducía la idea de visitar el bar restaurante “La casa en el aire” para presenciar los famosos “Martes de Sabina”, un tributo musical al genio de Úbeda.

La fachada de “La casa en el aire” luce motivos similares a los de la Brigada Ramona Parra; su estética de inmediato nos introduce en un recinto de claras convicciones izquierdistas. Las paredes en su interior están tapizadas con recuadros alusivos a emblemas revolucionarios, los baños se dividen en “compañeros” y “compañeras”, y, junto a las mesas del fondo, un letrero alude a su línea anti-imperialista. El bar es de propietarios colombianos y se declara “digno heredero” de la peña de los Parra en los 60 y el Café del Cerro en los 80. Rasgos que me hacen recordar lo que alguna vez nos mencionó el trovador Eduardo Peralta, respecto a que estos nuevos locales creados en democracia serían ahora la reconversión de las antiguas peñas santiaguinas.

Es cierto: me agrada mucho escuchar música en espacios pequeños porque creo que la interacción es más rica y se puede evaluar con mayor certeza la calidad interpretativa del conjunto que está enfrente. Lo que descoloca un poco es ver tanto afiche, tanta palabrería desperdigada y tanta consigna combativa en un local donde el puro hecho de tomar la carta de tragos y comestibles provoca urticaria: los precios, en términos concretos, tienen muy poco de revolucionarios.

También recuerdo un comentario -en otro contexto pero que quizá viene al caso- que nos hizo alguna vez un dirigente y gestor cultural de la Población La Victoria en los durísimos años de dictadura. Este poblador llamado Sigi Zambra estaba a cargo de la organización de actos solidarios culturales donde participaban cantores improvisados del mismo sector y él creía que en las peñas establecidas en el centro de la capital se “transpiraba revolución”. Dicho de otra manera, que no eran auténticas, que eran ficticias, que eran un montaje, que la resistencia real no se daba ahí sino en los suburbios, en los sectores más vulnerables, donde la misma gente que estaba en las barricadas decía presente en un acto artístico, donde la solidaridad era algo espontáneo.

Ahora bien, siento que efectivamente los que llegaron hasta “La casa en el aire” este martes -entre los que me incluyo- “transpiraron revolución”. No me complace ni me convence del todo el discurso de estos recintos, por más que la complicidad de su reducido espacio crea un ambiente apropiado para un espectáculo de calidad. Entiendo que sea un negocio, que sus dueños necesitan subsistir; también es reconfortante saber que brindan cobijo a expresiones musicales alternativas. Pero de ahí a cobrar lo que cobran por cada trago o por cada tabla, da como para sospechar sobre sus reales propósitos. Sí, puede parecer polémica mi postura, pero de eso se trata.

Respecto al conjunto que tributa a Sabina, hay que decir que es de altísimo nivel, muy diferente a lo que pude presenciar hace algunas semanas en el Café Brazil en otro homenaje. Estos cinco músicos de “La Banda de las Noches Perdidas” (aludiendo por supuesto a una de las tantas canciones estremecedoras de su repertorio) comprobaron este martes por qué llevan casi dos años tocando sin interrupciones en “La casa en el aire”. Lejos de reproducir sagradamente las versiones de Sabina, el grupo tiene un sello, sus integrantes se complementan casi a la perfección (pese a que estrenaron nuevo baterista), transmiten empatía con el público e incluso se atreven a elaborar arreglos propios en muchos temas. Incluso se reforzó mi idea inicial de que oír a Sabina con el apoyo de una banda resulta un deleite sin igual, pues su propuesta se aparta del molde de trovador convencional que normalmente conocemos, ese en solitario y con guitarra acústica.

Los temas clásicos no faltaron; tampoco los más desconocidos. Una mixtura ideal para los fieles devotos sabinistas que en Chile de a poco se multiplican y se hacen sentir. Es muy bueno que existan estos homenajes y también que se le dé tribuna a un tipo de canción que siempre navega a contracorriente; lo malo es que para disfrutarlos a concho hay que gozar de un suculento presupuesto, algo difícil de encontrar en el santiaguino promedio. Lamentablemente, creo que el acceso a esta clase de locales todavía es restringido para el grueso de la población que no maneja grandes volúmenes monetarios.

Esta vez me di un lujo y si bien “La casa en el aire” reúne condiciones técnicas y un ambiente adecuado para un espectáculo de calidad, vale la pena hacerlo sólo una vez a las quinientas. Para poder llegar a fin de mes, digo yo no más.

Ah, ¿que cuánto me salió la cuenta? Bien, gracias…

jueves, 10 de abril de 2008

Víctor, ciudadano del mundo

En un repleto Galpón Víctor Jara, se lanzó la primera edición oficial en Chile del libro "Víctor, un canto inconcluso" de la bailarina y viuda del cantautor chileno, Joan Turner.

Joan Turner, aquella bailarina inglesa que cautivó con sus ojos azulados a nuestro Víctor Jara, aparenta ser una persona de gesto serio. Su rostro luce incólume, como si estos años de duelo desde la trágica partida de su amado trovador ya no hicieran mella en su corazón. Pero la verdad es que no. La figura de Víctor sigue presente más que nunca en su memoria, claro que cuando decidió lanzar su libro testimonial en 1983 tuvo que luchar arduamente contra sí misma, pues en ese momento su compañero aparecía por esas interminables noches encarnado en una pesadilla más que en un sueño.

Quizás cuántas preguntas ha debido soportar acerca de la muerte de su multifacético Víctor, esa muerte heroica que finalmente lo terminó transformando en un mito más que en un ser de carne y hueso. Quizás cuántas veces ha visto repetidas sus imágenes en blanco y negro cantándoles a los niños pobladores, al trabajador, al obrero, al campesino y también al amor, como lo hace un auténtico cantor popular. Quizás cuántas veces ha repasado la fatídica jornada en que pudo ver su cuerpo salvajemente acribillado a balazos por la barbarie dictatorial. Y sin embargo, ella sigue ahí, desde su Fundación, bregando para que la lección que nos dejó Víctor como músico, director de teatro y sobre todo como ser humano se siga propalando hasta el fin de nuestros tiempos.

Pero Víctor antes de ser un mito, antes de ser un icono al que todos recurren cuando se trata de evocar un pasado revolucionario extinto, antes de ser un simple estampado en una polera, era un hombre. Un rebelde no de la boca para afuera, sino que desde la cotidianeidad de su hogar, compartiendo con sus hijas, haciéndole trencitas en su cabello, dedicando canciones a su amada bailarina europea, despierto ante la oleada de injusticias que sufrían los más necesitados. Su única arma era la guitarra y, claro, algunos creyeron que por contar “las verdades verdaderas” esa guitarra era capaz de lanzar balas y simplemente intentaron borrarlo de la faz de la Tierra. Digo intentaron porque el objetivo no lo lograron: hoy Víctor es una persona que escapa de las fronteras nacionales para ser un ciudadano del mundo.

Pasaron 25 años desde que Joan Jara publicó sus memorias en el extranjero sobre la vida llevada con nuestro cantor popular. Un libro conmovedor, vibrante, sublime, que tuve la posibilidad de leer hace un tiempo gracias al Bibliometro, titulado “Víctor Jara: un canto truncado”. Sorprendentemente aún no había sido editado oficialmente en Chile, pero ayer por la tarde la espera se acabó. Con aportes del Fondo del Libro, la Fundación Víctor Jara y LOM Ediciones relanzaron su biografía más íntima y completa, una historia de lectura casi obligatoria para los que quieren adentrarse en la dimensión humana y artística del cantautor chileno, ahora con un nuevo título: “Víctor, un canto inconcluso”. Título con el que Joan quedó mucho más conforme.

Por el Galpón Víctor Jara aparecieron cientos de personas ligadas a la cultura, al periodismo y a organizaciones de derechos humanos; muchos de ellos, por cierto, admiradores de la vida y obra del malogrado cantautor, como el integrante de Inti Illimani, Jorge Coulon; el escritor José Miguel Varas; los actores Erto Pantoja y Daniel Alcaíno; el trovador Francisco Villa; la cantante Rebeca Godoy; la dirigenta de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, Viviana Díaz; el líder de Leguayork, Lulo Arias; representantes del Sindicato de Cantores Urbanos y la reconocida periodista Mónica González, encargada de presentar el libro.

Después de exhibir un recital de Víctor en la televisión peruana, donde se ven reflejadas sus sólidas convicciones, su claridad conceptual, su profundo compromiso social y la dulzura de su voz tan intrínsecamente campesina, el silencio dio paso a la emoción, cuando la periodista detalló aquellos pasajes del libro que relatan el encuentro de Joan en la morgue con el cuerpo sin vida de su ser amado.

Lulo de Leguayork, por su parte, llamaba a no cortar el eslabón, a seguir el ejemplo de vida que nos legara Víctor, a continuar rescatándolo del olvido, a no abandonar la lucha en un país donde, según él, “en vez de vivir se sobrevive”.

Y Joan, tan lúcida como siempre a pesar de todo, le puso punto final a una jornada maravillosa. No pudo sino con un hilo de voz entregar esas palabras finales, hablando sobre las increíbles muestras de solidaridad que recibió en el exterior gracias a la estatura moral que tuvo Víctor durante su corta pero prolífica existencia. Como por ejemplo en el norte de Japón cuando pudo ver para sorpresa suya un coro de 50 niños nipones cantando “Luchín” o cuando el mismo pueblo le dio la bienvenida con cientos de carteles pegados en árboles. Su recompensa, toda su gratitud está contenida en este libro, ideal para repasarlo en tiempos de desidia, decisivo para comprender cuán equivocados estaban quienes quisieron destrozar su guitarra y acallar su voz. Hoy su canto brilla, deslumbra y habita en todos los ciudadanos del mundo que tienen el don de la esperanza.

domingo, 9 de marzo de 2008

Colo Colo 73: El equipo terapéutico

Si hay algo que siempre proclamo a los cuatro vientos es mi pasión a veces extralimitada por el fútbol. Tampoco he escondido mi orgullo de ser colocolino desde que tengo uso de razón. No obstante, debo aclarar que mi intención de ver este documental, en estricto rigor, poco tenía que ver con el fútbol y con Colo Colo, pese a que ambos están involucrados en esta producción. Hace algunos años mientras estudiaba en la universidad, comencé a entusiasmarme por averiguar esas peculiares relaciones que siempre han existido entre la política y el balompié, pero que en Chile aún no se detectan como en otras latitudes. En Argentina, por ejemplo, más allá de la veneración y las altas cuotas de irracionalidad que genera, es una disciplina incorporada a los estudios en ciencias sociales. Sociólogos, antropólogos y periodistas se unen para explicar en términos mucho más aterrizados y exhaustivos por qué el deporte rey es capaz de aglutinar tantos feligreses en torno a una pelota o por qué se dice a veces que es la verdadera religión pagana de los pueblos.

“Sabor a victoria”, del periodista de Chilevisión Víctor Gómez (coautor de “Miguel: La humanidad de un mito”), se interna en los detalles del Colo Colo ’73, un equipo que marcó una época. Un equipo que con figuras rutilantes estuvo a un tris de ganar una inédita Copa Libertadores para el fútbol chileno. Un equipo que tenía todo para alzar el trofeo continental, pero que terminó siendo abiertamente perjudicado en los tramos finales y cuyos jugadores, pese a todo, quedaron con ese sabor, un sabor a victoria. Ese equipo que consiguió entregar un respiro, un alivio durante 90 minutos de fiesta y de jolgorio, en un país sobrepasado por el conflicto y la división, cuya historia concluyó súbitamente todos sabemos cómo.

Creo que de partida hay que decir que son escasos los trabajos periodísticos en Chile que abordan globalmente los nexos entre fútbol y política, fútbol y sociedad, fútbol e identidad. Por eso, este documental es ampliamente recomendable no sólo para los fanáticos de este deporte o los hinchas de Colo Colo, sino que para todo quien se interese en descubrir esa particular –y muchas veces tormentosa- utilización que ejerce el poder político sobre una actividad de profundo impacto social como es el fútbol.

El trabajo de Gómez, a mi modo de ver, cumple cabalmente con lo que se compromete, por más que tenga deficiencias en cuanto a la elección de las fuentes a consultar. El periodista visualiza ese arraigo popular que tiene Colo Colo, desde siempre identificado con ese señor que se levanta a las 5 de la mañana, con esa señora de manos curtidas que se mata por sacar adelante a sus hijos, con ese niño de cara sucia que aguarda desesperadamente un pedazo de pan. Ahí aparece Carlos Caszely, símbolo del Cacique de aquellos tiempos, contando la efervescencia que provocaba el equipo en la gente común y corriente, cómo llegaban al Estadio Nacional en micros atiborradas, con banderas, en patota, en familia, como antes, con la única esperanza de ver ganar al club de sus amores, volver satisfecho a casa y olvidar un poco el drama cotidiano de las colas y tantos traumas más.

“Sabor a victoria” tiene el mérito, como decía, de conjugar aunque por separado la campaña de Colo Colo durante esa Copa Libertadores y el potente significado que representó en una época tan convulsionada. Entre los entrevistados aparecen el mentado Caszely, Francisco “Chamaco" Valdés, Leonardo Véliz, Guillermo Páez, Mario Galindo, Adolfo Nef y Leonel Herrera, explicando las virtudes individuales y grupales que poseían los albos, sin duda, uno de los mejores planteles de la historia del balompié nacional. Pero además se repasan las inquietudes sociales que algunos miembros del club compartían en torno al proyecto de Salvador Allende, sus posturas a favor de la igualdad y la democracia y, sobre todo, una nítida conciencia sobre el momento que atravesaba Chile. De esta línea precisamente eran los “díscolos” Véliz y Caszely, futbolistas pero también hombres pensantes, no ajenos a las vicisitudes del día a día.

El documental revela que en general en el plantel no había claridad sobre lo que representaba Colo Colo en tiempos de crisis. Y ahí asiste uno de los puntos más acertados del trabajo de Gómez, para mi gusto, y que no es otra cosa que mostrar el grado de indiferencia y superficialidad que rodea al mundo del futbolista y que lo acompaña hasta el día de hoy. Personas que, salvo excepciones, no parecen conmoverse con su entorno, que viven exclusivamente del fútbol y para el fútbol, poco interesados y capacitados en esgrimir opiniones acerca de lo que pasa alrededor suyo. Un vicio y un estigma, sin dudas, que sigue persiguiendo a los jugadores y que cada día se encargan de engrandecer.

Poco hay que decir sobre el apoyo de las imágenes: simplemente notable. Según supe, fue un trabajo de hormiga hallar las tomas de las jugadas y los goles de Colo Colo ’73. Absoluto mérito de Víctor Gómez. Lo que queda un poco cojeando diría yo es indagar más a fondo en este supuesto uso político que hizo la Unidad Popular del cuadro del mítico “Zorro” Álamos, el mismo que acuñó la frase de la marraqueta que era más crujiente y del té que era más dulce cuando los albos ganaban. Una frase que casi con total seguridad es la síntesis del rol que le tocó cumplir a Colo Colo en esos instantes de tensión extrema.

Los mismos jugadores narran las invitaciones a La Moneda y la empatía que generó en muchos de ellos la figura de Allende. Pero no hay por ejemplo menciones ni entrevistas a ex personeros de la UP que validen una supuesta utilización política premeditada, como por ejemplo sí se puede demostrar para el Mundial de 1978 en Argentina, donde la dictadura de Videla y compañía creó específicamente una entidad para organizar el torneo y donde sólo a cuadras del Estadio Monumental de River Plate –en la ESMA- se violaban los derechos humanos salvajemente.

De todos modos, es innegable que durante el gobierno de Allende si bien aparentemente no había una estrategia planificada de aprovechamiento político dirigida al fútbol, sí le sirvió como bálsamo social, como un oasis en medio del desierto, como muro de contención en medio de la avalancha. Por eso algunos se atreven a sostener que Colo Colo 73 fue el equipo que retrasó el golpe militar. Una hipótesis que no aparece reforzada en el trabajo audiovisual, pues sólo se remite a rescatar testimonios, opiniones, de los jugadores involucrados, más la voz de connotados periodistas como Alberto “Gato” Gamboa. No he tenido el gusto de leer el libro de Luis Urrutia O’Nell y Juan Cristóbal Guarello donde se sustenta tal tesis. En un plazo cercano lo haré, pues al menos en el trabajo audiovisual no se especifica tan nítidamente.

Los pormenores sobre el posible arreglo de los partidos finales contra Independiente, los golazos de Caszely contra Unión Española y Emelec, el histórico triunfo en el legendario Maracaná ante Botafogo, la particular visión de juego del sabio “Zorro” Álamos y la excentricidad del paramédico Hernán “Chamullo” Ampuero, son parte de los hitos que contiene este sabroso documental. Pero más allá de eso, lo que verdaderamente importa es que, considerando ciertas limitaciones según mi humildísima opinión, hay periodistas en Chile que se atreven a extender la mirada mucho más allá de la cancha misma. Que poseen la lucidez suficiente para advertir que la mayoría de los encantos inherentes al fútbol están paradójicamente fuera de los límites del campo de juego.

sábado, 1 de marzo de 2008

Los 100 caminos de Atahualpa Yupanqui

“Y aunque me quiten la vida
o engrillen mi libertad,
y aunque chamusquen quizá
mi guitarra en los fogones,
han de vivir mis canciones
en l’alma de los demás”.

Don Atahualpa Yupanqui


Hay segundos, minutos y horas en que lo único que quieres es congelar el tiempo y dejarte llevar. Hace mucho dejé de creer en la eterna felicidad y a cambio me convertí en un fiel devoto de los instantes felices, idílicos, deslumbrantes, casi irreales, que por cierto trato de exprimirlos con la fuerza de un huracán. Y ahora los quiero recordar, un poco también para resistir la aparición de marzo y toda su maldad inherente de comerciales y útiles escolares varios.

Precisamente uno de esos momentos lo viví en el norte cordobés el pasado 30 de enero, cuando se celebró el centenario del más grande exponente argentino y tal vez latinoamericano de la canción folklórica: don Atahualpa Yupanqui. El mismo que a partir de su irrenunciable amor por la tierra supo descubrir las penurias de la gente más desposeída y plasmarlas en bellísimas melodías. El mismo que demostró que la escuela de la vida es la mayor fuente de aprendizaje y sabiduría.

Don Ata, como se llama respetuosamente a Héctor Roberto Chavero –su verdadero nombre- en Argentina, hubiese cumplido 100 años el 31 de enero, pero la vigilia se programó durante la noche del 30 en las faldas del Cerro Colorado, el mismo lugar donde él escogió vivir. Ahí cantaría Jairo en su honor, junto al bailarín Juan Saavedra y el guitarrista Juan Falú. O sea, era una verdadera fiesta, imperdible para los amantes de la obra de este “caminante que mucho ha caminado”.

De todo esto me enteré sólo unos pocos días antes de la velada. Mientras soporté la lluvia intermitente en el escenario principal de Cosquín el jueves 24, un chico argentino me comentó sobre la actividad, sobre Cerro Colorado y su entorno, y sobre la casa-museo que conserva los tesoros yupanquianos. Así que, cálculos por aquí, cálculos por allá, con unos mínimos sacrificios mediante, debo decir que me sentí un privilegiado cuando por primera vez pisé la tierra que don Ata asumió como su refugio irremplazable.

Durante la mañana, las callecitas del pueblito de Cerro Colorado anunciaban la fiesta: afiches con la figura de Yupanqui, preparativos de puestos artesanales, extractos de sus poemas y sus canciones colgados de los postes, incluyendo aquellos sublimes de esa monumental obra titulada “El payador perseguido”.

Mientras los organizadores ultimaban detalles para el gran espectáculo nocturno, opté por empaparme del entorno donde dejó huellas don Atahualpa. Así que junto a un amigo uruguayo y otro argentino que venían a lo mismo, subimos el mítico Cerro Colorado. Con algunas dificultades alcancé la cima –aunque lo peor fue la bajada- producto de mi paupérrimo estado físico, aunque como dice la canción, lo importante no es llegar primero, sino saber llegar. Y cumplí. Total, no era el primer cerro que había subido en Córdoba.

Resulta que este uruguayo conocía como la palma de su mano la vida y obra de don Atahualpa; vivía en Buenos Aires, era un difusor cultural de renombre que había compartido con importantes músicos de su país y tenía conocimiento acabado del mundo radial. En las caminatas entremedio de los mansos ríos y el sol resplandeciente de aquella mágica tarde, sentía que cada minuto me impregnaba un poco más del espíritu aventurero de don Héctor. Incluso mi nuevo amigo uruguayo sabía cómo el cantor quedó embrujado de Cerro Colorado hasta transformarlo en su aposento. La verdad, una historia fascinante, digna de difundir, muy cercana a la leyenda, pero que quedará para otra oportunidad.

La espera para ingresar al museo-casa fue eterna. A medida que se acercaba la hora de reapertura (es decir, las 4 de la tarde) cada vez más gente se apostaba en las afueras. Personas que no podían comprender por qué el museo, dada la ocasión excepcional de los 100 años, no tenía las puertas abiertas todo el día… Ojo, aspectos a corregir para el bicentenario de don Atahualpa.

Pero tanta espera valió absolutamente la pena una vez que pagué mi entrada. Fue algo así como ingresar en un túnel del tiempo del que no quieres escapar, los pasos de Atahualpa se sienten por los rincones de su casa; cartas, atuendos, instrumentos y esa clásica imagen de su gesto serio, atento y cabizbajo contemplando su inquieta guitarra. En el patio, pequeños bloques de piedra con frases que ya quisieran integrar un compilado de grandes citas de la humanidad. Ahí se llega a comprender por qué dedicó tanto tiempo a componer para su amado “cerro de piedras pintadas”. Claro, con ese río, con ese entorno natural, y con este telón de fondo que es el cerro, entendía perfectamente sus añoranzas por este terruño mientras alzaba el vuelo por todo el orbe.

Aquí fue cuando consolidé mi afición a los museos-casas y mi absoluto rechazo a los museos tradicionales, cuyas paredes parecen mucho más estáticas e inertes. Acá, en cambio, la historia realmente se palpa, se respira, se imagina qué hacía Atahualpa en tales instantes de su vida, cómo dormía, qué cantaba en sus pasajes tristes, cómo compartía con sus paisanos y su familia. El asunto es que pocas veces percibí tanto respeto por parte de los turistas hacia el lugar. Todos parecían interesados en involucrarse carnalmente con la obra de don Ata. Prueba de ello es el silencio reinante mientras la guía de turismo relataba los avatares de su vida, sus reflexiones siempre mordaces, sus años de persecución política por parte del peronismo, su breve afiliación y posterior renuncia al Partido Comunista que, por supuesto, le acarreó enemigos de todo tipo.

Y ahí, debajo de un roble, tal como él lo pidió, en el mismo patio de su morada, yacen las cenizas del “payador perseguido”, un hombre que supo extender la mirada mucho más allá del follaje de los árboles. Que tuvo la ocurrencia de cambiar su nombre original por el del primer y último monarca inca y que sólo después verificó que las palabras rejuntadas querían decir algo así como “el que viene de tierras lejanas a contar”.

Antes de retirarme de este viaje por la historia del canto latinoamericano, felicité a uno de los guías por la atención dispensada y por lo bien conservada que se halla la casa a pesar del transcurso de los años. Le conté sobre la influencia que ejerció la obra de Atahualpa en la música chilena y sobre lo significativo que representó para mí participar en los natalicios de tal vez las figuras más importantes de la canción latinoamericana de todos los tiempos: el año pasado, los 90 años de Violeta Parra en el Parque O’Higgins y hoy los 100 años de don Ata… en su propia casa.

Claro que ahora me pongo a comparar los homenajes y, en realidad, no vale la pena. Sólo para muestra un botón. En el acto de vigilia por Yupanqui, Jairo fue escuchado con un respeto envidiable y la prensa cordobesa y nacional destacó con grandes titulares la ocasión. El año pasado, mientras Isabel Parra con algunos miembros del Inti Illimani interpretaban “Canto para una semilla” de Violeta Parra y Luis Advis, un grupito de jóvenes tocaban batucadas por su cuenta, sin tapujos, sin ninguna conciencia ni consideración por el que está en el escenario y sólo unos pocos medios de prensa cubrieron el evento… Singulares diferencias que demuestran los matices de la valoración a los creadores propios, a uno y a otro lado de la cordillera.

Luego de esta pasada por Cerro Colorado quedé cada vez más convencido que la riqueza de un país no sólo se debe medir en crecimiento económico, niveles de inflación o cosas por el estilo. Los pueblos siempre se mantienen en pie mientras conservan en su memoria a sus referentes culturales, aquellos que se preocuparon de extraer de la tierra misma sus padeceres y sus alegrías. Y en eso, don Atahualpa fue y sigue siendo un verdadero emblema.

domingo, 24 de febrero de 2008

El tiempo de justicia se hace Largo

Como casi todo el mundo, a René Largo Farías le gustaba celebrar su cumpleaños, pero él siempre se preocupaba de darle un toque especial. Siempre cultivó el gusto y la tradición por jugar con los números que motivaban los festejos. Contaba el escritor José Miguel Varas –su cuñado- que cuando el locutor cumplió 60 años en 1988 invitó a 60 personas a su recordada peña Chile Ríe y Canta; en otra ocasión hizo 25 regalos a la hija de Varas por su cumpleaños número 25 y así muchas sorpresas más como sacadas de un sombrero de mago.

El 2 de febrero pasado debía celebrar sus 80 años de vida. Quizás qué se le hubiese ocurrido. No lo sabremos jamás. Porque en plena democracia alguien truncó sus anhelos de justicia social, su férrea postura en defensa de la cultura nacional y latinoamericana, su desinteresada hospitalidad y su integridad a toda prueba. A partir de ese 12 de octubre de 1992, ese día en que la irracionalidad le ganó a la sensatez, ya nada fue igual para su familia y para esos miles de cantores populares que lo sentían como un verdadero padre.

Ese amargo día de primavera, en plena comuna de La Florida y muy cerca de su domicilio, ocurrió el crimen de René Largo Farías. Incansable defensor de la democracia y los derechos humanos; creador del movimiento cultural Chile Ríe y Canta en 1963, que contempló su programa en Radio Minería, giras de Arica a Punta Arenas con los artistas populares más reconocidos de aquella época y la famosa peña del mismo nombre, mantenida a puro ñeque junto a su esposa uruguaya María Cristina Zahyr; jefe de la Oficina de Informaciones y Radiodifusión de la Presidencia de la República (OIR) durante el gobierno de Allende, y tantas, tantas actividades más que desarrolló durante su polifacética forma de vivir. Inclusive fue una de las personas obligadas a abandonar La Moneda el mismo día del golpe militar con los brazos en alto, para luego asilarse en México donde siguió trabajando por enaltecer la cultura.

Por una doble razón, entonces, su hermana Iris Largo y su cuñado José Miguel Varas realizaron una convocatoria en la plaza que lleva el nombre de este nortino, locutor, animador, gestor cultural, compañero, amigo y anfitrión: una, para soplar las 80 velitas de su cumpleaños con guitarras y tonadas chilenas, y, otra, para pedir justicia después de 15 años. Esa justicia por la que tanto bregó aquí en Chile como en el exilio; la misma que se le ha negado a él y a su familia. Como hemos visto tan reiterativamente, la costumbre de echar tierrita para resolver los problemas se ha vuelto una institución a nivel nacional.

En el año 2005 se conoció una resolución judicial que inculpó a Luis Bahamondes Allende como autor del salvaje homicidio de René Largo Farías. Inexplicablemente esta persona no fue notificada durante dos años y sólo gracias a la abnegada gestión de su hermana Iris y José Miguel Varas, en noviembre de 2007, Bahamondes fue detenido. Sin embargo, la familia no está satisfecha con la sentencia. La nebulosa que rodea al caso da a entender, como señaló ayer el Premio Nacional de Literatura, que detrás del crimen hubo móviles políticos y –peor aún- que hubo participación de agentes del Estado. Gravísimo, considerando que los vientos de dictadura ya se habían disipado.

Ante la indiferencia masiva, en la calurosa mañana de ayer, ambos llamaron a multiplicar los clamores de justicia para una persona intachable, que siempre tuvo en la mira resguardar los valores más integrales del ser chileno y latinoamericano y que nunca abandonó los sueños por construir un mundo mejor.

No por nada su cumpleaños número 80 la pasó acompañado. Si en su vida terrenal siempre se le vio rodeado de gente que lo seguía cual si fuera un profeta, en su vida celestial no tenía por qué pasar algo distinto. Y ahí mismo, en el césped de la plaza, al lado de la piedra donde aparece inscrito su glorioso nombre, en un escenario improvisado, sus amigos del conjunto Cuncumén lo homenajearon con esas tonadas que tanto disfrutaba. También hubo palabras de profundo agradecimiento de Mireya Baltra, ex ministra de Salvador Allende. Luego fue el turno de Rebeca Godoy y su canto comprometido.

Todos, absolutamente todos, eso sí, coincidieron en resaltar su legado, integridad, persistencia e inagotable pasión por el rescate de nuestras tradiciones. Y es que en tiempos donde nada vale y todo vale, más personas como él hacen falta; urge tener muchos más Renés Largos Farías repartidos por la patria toda.

En fin, que el tiempo de la justicia se haga menos Largo…

viernes, 22 de febrero de 2008

El Piojo y las estrellas

Son contadas las veces en que he estado presente en un funeral. O sea, sí he acompañado el cortejo fúnebre de personajes emblemáticos por las calles de Santiago; esos son funerales multitudinarios, con atochamientos, consignas y muchas cámaras de televisión. Pero las despedidas más íntimas, incluso en mi ámbito familiar, han sido escasísimas. Si hay algo que rechazo profundamente es esa magra sensación de vacío y ese hedor propio de la muerte que se impregna por todos los poros cuando veo un cuerpo descender hasta el fondo de la tierra.

Pero ayer hice una excepción. No podía quedar indiferente ante el impacto que me provocó la partida del Piojo Salinas a sus 59 años. Así que partí a la CUT (ahí se encontraba el féretro) bien temprano por la mañana para acompañar a sus familiares y –por qué no decirlo- también para observar qué sucedía en el funeral de un personaje ampliamente reconocido entre sus pares como un pionero, un maestro dentro de su especialidad, pero que terminó su vida míseramente, con una espina que jamás pudo desterrar de su corazón y que sólo unos pocos medios de comunicación tuvieron la entereza de publicar. Conversábamos con un amigo el otro día sobre la conveniencia de morirse en verano para que la prensa haga un alto en su producción habitual y empiece a consignar este tipo de noticias no “vendibles”.

En la CUT yacían estacionadas dos micros para trasladar a quien quisiere homenajear al Piojo en el Parque del Sendero de Maipú. Antes de dirigirse al cementerio, los buses hicieron el último recorrido por sus barrios, la última visita por su humilde morada, el último trayecto por la plaza El Cortijo. Algunos vecinos subieron a la micro rumbo al camposanto; uno de ellos me señaló el pasaje del bar donde Salinas pasaba tardes completas. Su misma hija Yorka me había confirmado que la adicción al alcohol terminó pasándole la cuenta y le provocó la aludida infección hepática.

Ya en el cementerio mismo, y mientras el cuerpo de don Benedicto era transportado a su sepultura final seguido por una fila de rostros apesadumbrados, las guitarras hicieron su aparición. Acto seguido, se multiplicaron las cuecas, las palmas, las voces un tanto atragantadas de la gente y sus incondicionales amigos-discípulos payadores. El Piojo lo había pedido así, no quería llanto ni tristeza; con la música la muerte nunca gana la batalla. Era lo mínimo que merecía alguien que durante su vida –porque después del crimen de su familia, no sé si eso ya se llamó vida- entregó tanta alegría a sus seguidores a través de su canto picaresco y su humor natural, tan propio de aquellos tocados con la varita mágica.

En la hora final, antes que el cajón descendiera, llegó el tiempo de los discursos y las emociones, de los recuerdos y las anécdotas jocosas, de las frustraciones y los dolores. Primero fue su hija Yorka la que rememoró el mayor peso que el Piojo tuvo que cargar: el abominable crimen de su hijo, esposa y cuñada (el caso fue sobreseído en 1993 por la justicia militar). Luego intervino el relator Vladimiro Mimica, un representante del Partido Comunista, dedicatorias musicales emotivas,de parte de Santos Rubio, Alfonso Rubio, Bigote Villalobos, Moisés Chaparro, Nelson Álvarez “El Canela” y Jorge Yáñez, este último conmovido hasta los tuétanos, siempre con lentes oscuros y una pena imposible de disimular. Inclusive habló su ex compañera holandesa Karin (Salinas vivió desde fines de 1986 a 1995 en Holanda) que viajó especialmente desde el Viejo Mundo para brindarle el último adiós. Hasta el Pollo Véliz, fanático del Piojo, llegó hasta Maipú a despedir sus restos mortales.

¿Qué pasaba conmigo en ese instante? Una extraña mezcla entre conformidad y rabia, rabia hacia quienes le destrozaron su vida. Y bueno, la pena normal y entendible de ver desaparecer un cantor, aunque como dijo Jorge Yáñez, sólo muere aquello que se olvida. Pasa que me sentí tranquilo por haber dicho presente y registrar un hecho sin el método periodístico tradicional, sólo con una cámara fotográfica en mano, sin presión por sacar “la” cuña, sin tener un editor que me corrija una palabra; es decir, sólo hecho a través de la observación, redactado en primera persona, bien opinativo y con algunas emociones de por medio. Por eso, larga vida a los blogs. En fin, prosigo.

Ya cuando miles de flores multicolores cayeron sobre su ataúd y los familiares miraban por última vez su rostro antes de hacer la siesta final, por fin se respiró calma. No había asistido mucha gente, pero estaban los que siempre lo siguieron, los que lo admiraron, los que aguantaron sus desvaríos, los que rieron y los que en muy pocas ocasiones lo vieron llorar. El mismo Jorge Yáñez recordaba que el Piojo se resistía a llorar, al menos públicamente. “No lloro de puro maricón que soy”, solía afirmar Salinas cuando lo inquiría Yáñez.

Después de todo, sumando y restando, me retiré con una sensación más agradable que melancólica. Su funeral tuvo tintes de homenaje-recital, hubo instantes festivos, chistes, tallas, aunque también recuerdos incómodos pero necesarios para no atrofiar la memoria. Lo principal es que el canto no estuvo ausente y cuando no está ausente el canto, las despedidas se hacen un poco –sólo un poco- más soportables. Personalmente, creo que los cementerios parques también contribuyen a tolerar ese halo de desesperanza que siempre deja la muerte.

De vuelta a la CUT, me vine con algunos de sus amigos payadores de los ochenta en el bus. Ellos cantaron algunos de sus temas en doble sentido. Y mientras miraba por la ventana pensando en el sino de nuestros cantores populares, escuché decir a uno de los payadores que por fin el Piojo se había “chantado”. Otro sugirió tirarle una petaquita dentro del cajón. Seguramente el Piojo sonrió con la talla, ahora más lejos de nosotros y más cerca de las estrellas.

miércoles, 20 de febrero de 2008

Réquiem por un Piojo

Me permito hacer un breve paréntesis a las crónicas de mi viaje a Argentina, porque la mañana de ayer fue anormal. O sea, fue normal hasta que encendí el computador, visité Emol.com y me enteré del fallecimiento de Benedicto “Piojo” Salinas, víctima de una enfermedad hepática. Un payador de clase excelsa, masivamente no tan reconocido; sí por quienes han seguido de cerca su trayectoria vinculada al canto popular.

No sé por qué cada vez que muere un cantor, algo de mí se remece por dentro. Me sucedió cuando nos dejó intempestivamente el Gato Alquinta, Richard Rojas y muchos otros “imprescindibles”. No me pasa lo mismo con un político muerto (salvo muy honrosas excepciones), ni con un animador, ni menos con un periodista, no sé. Debe ser parte del encanto que tiene el arte, ni idea.

Lo del Piojo Salinas me sobrecogió en particular porque tuve el placer de entrevistarlo junto a Gaby hace poco más de un año, cuando habíamos concluido nuestra tesis sobre las peñas folklóricas en dictadura y decidimos prolongar la investigación para un futuro libro (vamos LOM que se puede).

Entre los testimonios que recogimos, un sinfín de personas vinculada a las peñas destacó la calidad de su trabajo artístico siempre cruzado por el humor y la picardía. Y en tiempos de oscurantismo, donde sacar una sonrisa implicaba un esfuerzo supremo, siguió cautivando a su público tal como lo hacía antes del golpe. Por esto siempre creímos fundamental conseguir ponerlo al frente de nuestra grabadora (o pen drive, para ser más modernos).

Tan tardío encuentro tiene su explicación. La principal es que ni siquiera consultando a las personas e instituciones más ligadas a su arte (léase Jorge Yáñez, Manuel Sánchez, Moisés Chaparro, Sindicato de Folkloristas) pudimos dar con su paradero. Hubo teléfonos de por medio, aproximaciones un tanto difusas de su domicilio, pero no pasaba nada.

La incertidumbre siguió rondando hasta que un hecho puramente fortuito cambió la situación. Un día equis tomé un taxi en la esquina de Independencia con Einstein. Minutos después, le conté sobre nuestro libro al chofer, quien resultó ser el sobrino del Piojo Salinas. ¡Plop! Me explicó no tan claramente cómo llegar a la casa de su tío. Lo cierto era que don Benedicto vivía en la calle Barón de Juras Reales, Conchalí, a la altura de la plaza El Cortijo.

Pasaron los días y esa calurosa tarde estival de 4 de enero de 2007 (todavía en micros amarillas, qué recuerdo) nos bajamos sin saber con qué nos encontraríamos. La cosa es que llegamos a una casita, creo que de madera, con algunas latas, extremadamente modesta, casi como pidiendo clemencia. Y por la puerta –supusimos- asomó él, con su tupida barba blanca y su mirada un tanto perpleja. Le solicitamos la entrevista por tal y tal tema. Esperamos sólo un rato afuera y conversamos en la plaza El Cortijo, pocas cuadras más allá.

Los cuarenta y tantos minutos que duró el encuentro, recuerdo haberme sentido muy consternado. Porque sin conocer su historia al dedillo, con Gaby sabíamos de un detalle estremecedor: en 1986, personal del GOPE entró a su domicilio y asesinó a su esposa, hijo y cuñada, trauma que lo acompáñó hasta el resto de sus días. En ningún momento de la grabación logré apartar de mí un sentimiento de lástima; pude observar su rostro y advertir esa amargura tan propia de las personas que pierden a un ser querido trágicamente.

Por supuesto, sobre aquella jornada macabra no quisimos indagar. Una, por ética profesional y, otra, porque no venía al caso; el asunto era preguntarle sobre las peñas en dictadura, así que simplemente no.

Igual Salinas conservaba ese humor a flor de labio. Echó sus tallas, tiró garabatos, nos contó incluso de un lema muy difundido en las peñas bajo la represión militar (“con la metralleta en la raja, hasta quién no trabaja”). Habló de sus inicios en el conjunto Millaray, su popularidad en la peña Chile Ríe y Canta, su cargo en la Secretaría General de la Presidencia de la República durante el gobierno de la UP, sus clases en la Universidad de Chile y en la UTE de Valdivia y muchas cosas más.

Pero una vez consumado el golpe –nos decía- los buenos tiempos se esfumaron. Y el Piojo se vio obligado a seguir su romería guitarra al hombro con el fin de recaudar esos pesos tan necesarios para la subsistencia. Estuvo en casi todas las peñas post-golpe y comandó el “boom” de la paya durante los años ochenta.

Lo quería dejar para el final, aunque tenía dudas si publicarlo o no, pero don Benedicto luego de la masacre que afectó a su familia se había sumergido en la bebida, sin escapatoria. Por algo costaba tanto ubicarlo en algún domicilio fijo; el dolor lo sobrepasó a tal punto de refugiarse en uno de los más lúgubres caminos. No sé si esto habrá sido la causa de su afección hepática: probablemente sí.

El punto es que tanto en aquella entrevista como la mañana de ayer, me invadió una desazón inexplicable por una persona que vi una sola vez y que se despidió como un anónimo más, como se despiden casi todos los cantores populares en Chile. Ahí es cuando uno cuestiona las injusticias que muchas veces nos tiene deparada la vida. Tal como le pasó al Piojo, quien diseminó tanta alegría en los escenarios y que sin embargo la vida le retribuyó con paupérrimas noticias. De las más horrendas que un ser humano puede recibir y debe soportar.

Al finalizar la mentada entrevista nos contó que en un momento se hastió de la música y decidió regalar los instrumentos a sus hijos. Al poco tiempo, eso sí, desistió y empuñó nuevamente la guitarra: extrañaba los aplausos y el contacto con la gente. Bendito arrepentimiento. Con esto, al menos nos quedó toda la seguridad de que si se fue, lo hizo cantando. Como debe ser.

domingo, 17 de febrero de 2008

El alter espectáculo de Cosquín

Cuando comenzó a urdirse este plan de dármelas de “Perico trepa por Argentina”, el destino escogido fue la Provincia de Córdoba, pero específicamente quería concretar mi sueño de presenciar en vivo y en directo el festival de folklore de Cosquín, el más popular de Argentina en esta especialidad, transmitido a todo el país y que cuenta y ha contado en sus 48 ediciones con los artistas más prestigiosos en el ámbito folklórico.

Algo me habían hablado de que lo importante estaba en las afueras del escenario principal. Por supuesto, a buenas y primeras, no di crédito a tales comentarios o quizás no me convencieron muy bien. La cosa es que el mismo día que llegué a Córdoba compré una entrada para ver a los cantores que se presentaban el jueves 24 de enero, en la que figuraba Raly Barrionuevo, uno de mis preferidos.

Arrimándome por primera vez a Cosquín en la noche inaugural junto a un grupo de grandes amigos que conocí en el hostel de Córdoba, toda la manga de comentarios previos comenzó a hacerme sentido. Lo más asombroso, primero que todo, es que parte de las esquinas de la “capital nacional del folklore” como se le denomina a Cosquín (ese era el eslogan que figuraba en las “remeras” que se vendían en las tiendas y, como todo eslogan, hecho con una intención comercial) llevan el nombre de algún artista connotado. Más impactante es apreciar tamaña cantidad de gente, entre turistas y lugareños, repletando las calles de un pueblo –se me imagina- muy tranquilo durante el resto de las estaciones del año. A eso de las 10 de la noche, la avenida principal de Cosquín –la San Martín- se vuelve intransitable, así que lo más recomendable es llegar por una vía alternativa, si es que se pretende ver de cerca la plaza Próspero Molina, aquella que vio nacer y crecer a cientos de conjuntos y solistas emblemáticos en la escena musical trasandina.

Cada uno de los argentinos que hasta Cosquín se acercan, goza con la música de raíz folklórica. Sorprende, a diferencia de Chile, ver cómo, sin importar la edad, ni si lo hacen bien o mal, y sin ningún tipo de vergüenza, se lanzan a bailar de forma espontánea, sin que uno obligue al otro, porque para ellos es algo natural. Tan natural como llevar el agua caliente para un mate callejero aunque haya 40 grados de calor, tan natural como disfrutar de un asado en familia o expresar abiertamente su adoración a Maradona. Emociona hasta la médula notar cómo los niños y niñas se sienten tan identificados con sus expresiones o cómo una pareja de ancianos con una rebosante sonrisa alzan un pañuelo al viento y danzan al compás de una zamba.

Y es que en Cosquín mandan los espectáculos callejeros. En las inmediaciones de la plaza Próspero Molina –que es algo que jamás había visto: una plaza con graderías donde por las tardes se pueden ver a los artistas ensayando entremedio de unas rejas- la comisión autoriza a instalar distintos escenarios donde se presentan valores emergentes de diferentes rincones del país. La mayoría de ellos comienza a las 7 de la tarde y por ellos desfila una cantidad interminable de grupos, solistas, guitarristas, avezados y otros novatos, que si bien no tienen cabida en el espectáculo principal, igualmente se les da una manito para difundir su propuesta artística. Algunos verdaderamente notables; otros no tanto, como en todos lados. En particular, me impactó una pareja de hermanitos, uno con bombo y el otro guitarra a quien le llamaban “el ángel del folklore”, interpretando “Digo la Telesita”. Algo realmente sobrecogedor. Tal como me impresionó una cantante santafesina de no más de 12 años, con ese desplante tan propio de las argentinas, que denunció un trato abiertamente discriminatorio por parte de los administradores de la peña de Soledad Pastorutti (sí, Soledad, la misma de “Cómo será” o de “El Bahiano”). Resulta que habían invitado a esta niña y a su grupo a integrar la parrilla estelar de la peña y luego estando allá listos para presentarse, los “regentes” de la mentada peña desconocieron el trato; querían dejarlos casi al finalizar el espectáculo y la niña optó por retirarse del lugar. Un punto negro, sin lugar a dudas, pero que la talentosa chica afortunadamente lo puso en conocimiento. Como para tener en cuenta.

No puedo opinar mucho sobre las peñas que se armaron alrededor de la plaza principal, ahí donde está la crème de la crème. Tenía intenciones de ir a la peña del dúo Coplanacu, o a la de los Carabajal, me parecían las más atractivas, pero no se pudo. Por referencias anexas a mi persona, supe que algunos artistas connotados que integran la parrilla del espectáculo principal, luego se pasan a las peñas circundantes y muchos cantan y hacen bailar hasta el amanecer. Artículos que leí en el diario cordobés La Voz del Interior realzan la función que cumplen las peñas en Cosquín, ya que permite observar a los mismos artistas en otra faceta, una más íntima y cercana, donde se puede comer sentado en una mesa cómodamente y sin importar si llueve o no, con luces tenues y no con el resplandor que emana del espectáculo masivo. No tuve la oportunidad de asistir a peñas en Cosquín; sí en Salta y en Purmamarca, pero de eso hablaré en otra columna.

La chacarera, por lejos, es el ritmo que más prende en el corazón de los argentinos. En una de las tantas tarimas que se montan improvisadamente, basta que resuene un bombo, una guitarra y un violín para sacar las manos de los bolsillos y hacer palmas. Y luego, a la calle a bailar. Chicos bailan con chicos, chicas bailan con chicas, abuelos con sus nietos, amigos entre amigos, parejas, casados, da lo mismo. Quizás es por mi visión limitada de turista, pero me da la impresión que el folklore tiene esa cosa en Argentina llamada arraigo popular, elemento que en Chile –creo- estamos a años luz. Hasta a mí que no soy un prodigio en el baile me daban serias ganas de ponerme a zapatear, aunque debo decir que el ridículo estaba asegurado.

Esa misma entrega que ponen en cada paso, en cada zapateo, en cada mirada y en cada chasquido con los dedos tan propio de la chacarera, de repente juega una mala pasada –creo humildemente- para aquellos artistas que interpretan otro tipo de canciones más cercanas a la poesía y pensadas para ser escuchadas con mucha atención y silencio, como algunas milongas o cosas parecidas. Eso lo advertí cuando presencié el espectáculo principal ese día jueves 24. No sé si fue por la lluvia o por la fría noche de aquella jornada que entumeció los ánimos, pero noté al público impaciente por mover el esqueleto al ritmo de una chacarera y no percibí el mismo respeto hacia aquellos cantores que traían otra propuesta, cuyo mensaje era potentísimo. Quizás esa sea la desventaja de que esto sea un festival y no se pueda apreciar de igual forma tantas manifestaciones folklóricas dueñas de una riqueza digna de valorar.

Hay mucho más que contar. Sólo quería hacer un barrido por algunas cosas que me llamaron la atención en las afueras de la plaza Próspero Molina de Cosquín. Pude comprobar en terreno que efectivamente la gracia estaba en los alrededores, lejos de las cámaras y de las luces de un espectáculo que en su condición de festival, tiene mucho de show también.

Como digo, hay muchas cosas pendientes por contar de las “lunas” coscoínas. Ya vienen más.